NO es que a estas alturas de la película cupiera esperar que el Gobierno francés fuese a cerrar filas con el español en la crisis de Ceuta. El silencio es lo más que cabía esperar y ni eso ha sido posible. La embajadora gala en Rabat, Helene Le Gal, no ha hecho honor a su apellido pero sí ha arrimado el ascua a la sardina del Elíseo al respaldar al gobierno marroquí y su gestión inexistente de la ola de inmigrantes que propició contra la pica española en África. Hasta el régimen de Rabat ha admitido implícitamente que se trataba de vengarse por la asistencia médica a su enemigo saharaui, pero en París venden otra película a su opinión pública. Para el ministro del Interior, Gèrald Moussa Darmanin -que, dicho sea de paso, acostumbra a obviar el nombre que acredita su ancestro argelino- lo ocurrido la pasada semana no es más que la evidencia de que España e Italia controlan mal sus fronteras a la inmigración ilegal. La mirada sesgada no es fruto de la miopía sino del interés. El gobierno francés es el principal aliado del reino de Marruecos por razones estratégicas y económicas. Sabe que el tapón alauita a las corrientes de desheredados subsaharianos y magrebíes -francófonos, para más seña- reducen el flujo de inmigrantes que vierte preferentemente a Francia y Bélgica. Además, Marruecos es su retaguardia en la defensa de los intereses galos frente al yihadismo en el sahel. En ese marco, el gobierno galo deshonró la palabra dada a través de Naciones Unidas décadas atrás al respaldar sin tapujos la ocupación marroquí del Sahara Occidental, ciscándose sobre la legalidad internacional y colaborando en su bloqueo durante décadas. La jacobina Francia no apoya la autodeterminación saharaui que debía resolver la inconclusa descolonización. Así que, el gobierno galo tapa los excesos de su aliado marroquí y rompe la unidad europea que, también en este caso, no le importa a nadie.