L independentismo en Catalunya le duran poco las alegrías. Su victoria electoral es incontestable en términos cualitativos y cuantitativos pero sigue sin ser una realidad homogénea. Lo padece hoy Pere Aragonès como lo sufrió antes Quim Torra. Los grandes principios irrenunciables son hoy la reivindicación del derecho a discrepar y a reclamar que un pueblo con identidad solo puede ser reconocido o sometido por la fuerza ilegítima. Pero, en términos prácticos, más allá de la demanda de la liberación de los políticos presos, no une nada más a ERC, CUP y JxCat. Ni los plazos ni los procedimientos para materializar el anhelo legítimo de independencia. Mucho menos el modelo de país que debería nacer de ese parto. A medida que han constatado que no será indoloro, como años atrás parecían sugerir sus entusiastas estrategias de unilateralidad, surge la necesidad de dejar resueltos problemas técnicos que son la esencia de la viabilidad de un país. Construir legalidad reconocida y aplicable, sostenibilidad financiera y fiscal, cohesión social que impida que el pulso con el antagonista externo se transforme en fractura intestina. Muy someramente, esos tres ejes son una constante no despejada. Y, quizá por ello, Aragonès sabe que pesan más las desconfianzas y los movimientos tácticos. La victoria empieza a pesar mucho.