RESULTA difícil escapar de la ola que nos lleva a dimensionar la gravedad de un hecho en función de las cifras que lo acompañan. Curiosamente, todas esas cifras son relativas si no se contextualizan. Por ejemplo, media docena de muertes por complicaciones de salud derivadas del Covid-19 o 600 infectados ponen el foco sobre realidades que afloran al calor de la actualidad y del modo de transmitirla. Por ese mecanismo las convertimos en cifras absolutas, sin contextualización, que construyen un relato parcial de la realidad. No un relato falso, solo incompleto. La preocupación, el pánico incluso, beben en buena medida de ello. De ahí a negarse a aceptar el ciclo menguante del contador siniestro cuando comience -porque "¿quién me dice ahora que sea verdad?"- nos separa un hilván. Nos ha pasado con el vertedero de Zaldibar, donde ya hemos olvidado lo que es un furano porque han vuelto a niveles indetectables. Nos pasa con la gripe, que dejó en la última campaña 6.300 muertes en el Estado derivadas de complicaciones relacionadas con ese virus que no da miedo a casi nadie por silencioso y recurrente. Pero, tras un día como el de ayer, no podemos perder de vista otro contador siniestro y, para nuestra vergüenza, igualmente cotidiano. Las 55 mujeres asesinadas a manos de sus parejas el pasado año en una media inadmisible aunque soportada que dejó 151 víctimas de la violencia machista en el trienio 2016-18. Para sus negacionistas, otra cifra absoluta: 25 hombres víctimas de sus parejas femeninas: un 14,2% frente al 85,8% que han padecido ellas. Y ni hay alarma ni hay mascarilla que nos proteja o que al menos nos cubra el rostro ante semejante vergüenza.