EL día después de la segunda investidura fallida de Pedro Sánchez -qué carrerón- no empezó precisamente bien, si lo que se desea de verdad es tener un gobierno mínimamente coherente y más o menos estable, dadas las circustancias, y evitar una nueva repetición electoral. Que no sé yo. El portazo que dio ayer la vicepresidenta en funciones y negociadora -o así- de la investidura, Carmen Calvo, a la posibilidad de un gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos puede tener dos lecturas. Una, que sea una sentencia sincera fruto del hartazgo socialista con Pablo Iglesias: se acabó lo que se daba. Otra, que obedezca a una nueva estrategia de ninguneo y desgaste del presunto socio preferente antes de abordar en ventaja otra negociación. En ambos casos, lamentable.

Es un nuevo capítulo en esta patraña por imponer el relato. Nadie sabe a día de hoy, noventa días después de las elecciones, con quién ha querido realmente acordar Pedro Sánchez, salvo con él mismo. Los datos cantan: solo ha obtenido un voto (uno) al margen de los cautivos y disciplinados escaños socialistas. Como aquel torero que inventó el cómico salto de la rana, se le ha visto citando, rodilla en tierra, por la derecha, girar patéticamente en el aire para hacerlo por la izquierda, vuelta y de nuevo por la derecha, ahora otra vez por la izquierda... La política líquida es ya un océano.

Que se dejen, por favor, de contarnos más relatos. Lo hemos visto, oído, vivido casi en streming. Cualquiera de los escenarios ahora es aterrador. Sea cual sea el que se imponga, las derechas tienen las de ganar. Salvo que un par de protagonistas del fiasco asuman su responsabilidad y, sin aspaviento alguno, se vayan a su casa.