HAGAMOS caso a Konrad Adenauer, que sabía un rato de democracia ya en la República de Weimar, mucho antes de que Hitler le encarcelara primero por oponerse al nazismo y los ingleses que ocuparon Köln, su Colonia, le prohibieran después participar en política; otro rato, de gobernar, por cuanto llevó a la mitad de Alemania, la Federal -él, que era partidario de la confederación-, de la dolorosa destrucción de la posguerra al desarrollo económico e industrial en los catorce años, de 1949 a 1963, que cumplió de canciller; y un rato más, de Europa, de cuya unión, desde la inicial Comunidad Europea del Carbón y del Acero, comparte paternidad con Schuman, Monnet y De Gasperi. Hagámosle caso, digo, dejando aparte las reticencias (siempre las hay) de los matices ideológicos, que fue alcalde antes que perseguido, parlamentario y ministro antes que canciller, rebelde ante Prusia y defensor del autogobierno renano antes que alemán y desarrolló la economía social de mercado desde un partido calificado como de centro-derecha. Hagamos caso de quien ganó ininterrumpidamente todas las elecciones (1949, 1953, 1957 y 1961) a las que se presentó. Y miremos detenidamente los resultados de las que se han celebrado en Euskadi. No ya las de ayer, que también; ni las del último domingo de abril, que también; ni las de hace tres años, que también; sino todas ellas, en los cinco niveles: municipal, foral, nacional, estatal y europeo. Hagamos caso de Adenauer, sí. “En política, lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno”, dejó dicho. Y es un hecho.