D E repente, ya nadie es de centro. O, al menos, no interesa a los partidos políticos en el trazado grueso de sus estrategias. Aquel apetitoso granero electoral donde confluían millones de papeletas de una moderación sin exigencias parece haberse disuelto por el efecto intencionado de estirar la cuerda por los extremos. Ni siquiera le atrae a José María Aznar, ese gurú ensoberbecido de la derecha convergente que puso la primera piedra de su reinado precisamente sobre la base de la equidistancia ideológica antes de quitarse la careta con la mayoría absoluta.

En cuanto a Pedro Sánchez es bastante probable que en un caso de aprieto tampoco despreciaría esa franja sociológica tan insondable, pero la agresividad de enfrente le facilita enormemente exprimir al máximo su papel de izquierdista confeso, siquiera hasta la formación de gobierno. Paradójicamente, en este oasis ideológico había un sitio reservado para Ciudadanos. Sin embargo, Albert Rivera lo ha ido dilapidando con sus interesadas estrategias cortoplacistas hasta ver comprometida su propia credibilidad porque no le acompañan los resultados como quisieran aquellos empresarios y periodistas que durante tres años le llevaron ciegamente en volandas confiados en su tarjeta de alternancia al poder corrupto del Partido Popular.

La ofuscación de Pablo Casado por el imparable crecimiento de Vox y el consiguiente riesgo de perder pie en el agua ha confundido a miles de sus tradicionales votantes de su partido porque no se encuentran en el nuevo ideario. Este masivo desencanto abre la puerta de la incógnita sobre el destino de sus preferencias, entre ellas la abstención. En el PP existe una legión de huérfanos que no se sienten identificados con el innecesario giro derechista de su líder porque los arrastra a una incómoda posición tremendista. Una sensación de zozobra que no saben cómo quitársela de encima en diez días. A su alrededor solo ven desconfianza. Sánchez les aterra porque pocas veces sus íntimas convicciones vienen a coincidir con sus decisiones. Rivera, otro tanto, porque siempre ha sido visto como un enemigo cada vez que les guiña un ojo. El líder de Ciudadanos es capaz de suscribir egoístamente el respaldo al Convenio foral navarro en el pacto de conveniencia con UPN y a diez kilómetros de distancia pisotear el Concierto Económico vasco.

Hay miles y miles de votos flotando en la indecisión. Muchos de ellos, en los vasos comunicantes entre Vox y PP que van a librar la batalla más enconada aunque el guerrillero Abascal ya les tiene comida la moral antes de que se abran las urnas. Por la izquierda, el horizonte aparece bastante más despejado. El voto útil en favor del PSOE se antoja letal para la suerte de Unidas Podemos. Quizá Euskadi resulte una excepción en la fotografía de este anunciado hundimiento. EH Bildu y los socialistas habrán analizado con especial inquietud la explosión enardecida en torno al discurso de Pablo Iglesias en el Astelena eibarrés. Hacía tiempo que este líder cada vez más enrabietado por el evidente declive de su coalición y de su crédito personal no se daba un baño de masas tan explícito.