EL Betis-Athletic se fue cociendo a fuego lento y se puede añadir que el guiso gustó a todos, a béticos y verdiblancos, o quizá a ninguno, o finalmente solo a los jugadores del equipo bilbaino, pues al fin y al cabo arrancaron un valioso punto de un volcán. Del calor sofocante, 36 grados y mucha humedad, se pasó al sofocón, un asunto bien distinto, pues tiene que ver con el pálpito, la pesadumbre y la inquietud interior. Markel Susaeta, tan sentido como es el muchacho, se marchó camino del vestuario con claros gestos de aflicción: sencillamente había arruinado un magnífico partido, reventado ese estupendo resultado que iluminaba el marcador. Sabía además que su descontrol castigaba el físico de sus compañeros, obligados a realizar un sobre esfuerzo en la eterna segunda parte, pero también el ánimo de la hinchada, que es lo más importante.
En cierta forma, el arrrebato de Susaeta es una clara consecuencia de su aplicada predisposición a cumplir las órdenes recibidas, y Eduardo Berizzo mandó una presión alta, agobiante, sin cuartel. Caigan chuzos de punta o vaho del mismísimo infierno. El problema es la incontinencia, la incapacidad para medir las distancias en una situación extrema, cuando el calor acrecienta la sensación de cansancio y nubla la mente. Susaeta, tan constante en la entrega le salga bien o fatal, se pasó de frenada y entonces cayó en la cuenta, y también en el arrepentimiento. Indulgencia plena pues para el bravo futbolista, porque si bien es cierto que llenó el escenario de inquietante incertidumbre, también dejó abierta la puerta a la épica, ¿por qué no?
Y al sofocón.
Hasta entonces, el Athletic estaba sacando con brillantez su primer partido fuera de San Mamés, corroborando que la actitud, juego y disciplina mostrados ocho días antes frente al Real Madrid no fueron una excepción, como siempre ocurre en los duelos contra el coloso blanco. Realmente los hombres de Berizzo mostraron igual tenacidad frente al Betis en el candente Villamarín.
En ese tiempo de vigor Iñaki Williams tuvo la pericia de anotar un gol, algo que no ocurría desde ocho jornadas atrás, las cinco finales de la pasada campaña y las tres anteriores a la cita sevillana. Teniendo en cuenta su condición de delantero fetén que además lo juega casi todo, se puede añadir que ya era hora, y pedirle que en la próxima, el miércoles a no más tardar, frente al Villarreal, acabe con esa racha que escuece, casi dos años sin marcar en San Mamés en Liga, ahí es nada.
El gol se lo puso a huevo Raúl García, autor del segundo, un tanto que sumió en el desconcierto a las huestes de Quique Setién y su socio-ayudante, el bullicioso Eder Sarabia, hijo del gran Manu, tiempos aquellos. El navarro, en fin, fue otra grata noticia, pues comenzó la temporada con el rol de suplente y desde entonces ha sacado su casta rebelde. Probablemente hasta ahora el mejor acierto de Berizzo sea ese, remover las conciencias (y las vergüenzas) de muchos jugadores, apalancados y abúlicos en la etapa de Ziganda.
Pero todo lo bueno de la primera parte se fue al traste en la segunda, verbigracia Markel Susaeta, y en su lugar se acrecentó el espíritu de supervivencia y la fe en la estadística. El espíritu de supervivencia sirvió para sufrir como bellacos el acoso de los béticos, que atacaban como indios (lo digo por Canales, que emuló el grito apache, así como dar con la mano en la boca que hacíamos de niños, cuando marcó el gol del empate). La estadística tampoco salió muy fiable, pues el Betis, que en sus cinco partidos anteriores (cuatro de liga y uno de UEFA) tan solo había anotado un tanto, hizo el doble, pero también demostró que no está para excesos, a Dios gracias. El Athletic, como saben, entonces no tiró ni una vez contra la portería de Pau González, pero se llevó un punto de oro que encima le permite ufanarse de ser el único equipo, junto a los colíderes Barcelona y Real Madrid, que no ha perdido ningún partido.
Si hubiera sido por machoman Rubiales, el presidente de la Federación, que ayer sufrió un súbito arrobo de humanidad, el Betis-Athletic se tendría que haber suspendido, o en su defecto jugarse a una hora apropiada para tanto esfuerzo, con la fresca, si es que hay fresca en Sevilla, pongamos que en la madrugada. Mira tú que no hay niños, y adultos, jugando a mediodía, en plena canícula, porque solo entonces tienen hora disponible. Asándose vivos y machoman Rubiales sin poner el grito en el cielo.