Me parte el alma ver tanta gente pobre”, dice Mafalda en la primera viñeta, la misma en la que Susanita exclama: “¡A mí también!”. En la segunda, la hija predilecta de Quino lanza su soflama: “¡Habría que dar techo, trabajo, protección y bienestar a los pobres!”. Y el remate de la historia lo arroja en la tercera Susanita, como si fuese una lanzadora de cuchillos que hacen diana en el corazón de los hombres. “¿Para qué tanto? Bastaría con esconderlos”, dice. ¡Zas! Ahí nos queda la conciencia, tambaleándose.
En las ruinas de Zorrotzaurre, que han tenido mucha peor vejez que las ruinas de Grecia o las de Roma, sobrevive la triste corte de los desterrados, un puñado de hombres y mujeres que viven en la penumbra porque no tienen luz, que sufren la sed de justicia porque apenas tienen agua corriente; que deambulan sobre el alambre de la violencia porque no encuentran paz en sus corazones. Son los refugiados de la vuelta de la esquina. Nosotros, los ricos (sí, los ricos, no disimule: compárese con ellos y juzgue) nos consolamos con aquello de “era tan pobre que solo tenía dinero...”. ¡Qué más quisieran ellos, los auténticos!