el archiconocido empresario norteamericano Steve Jobs murió a consecuencia de un cáncer de páncreas que no fue operado a tiempo. Si hubiese sido intervenido cuando le fue diagnosticada la enfermedad, su pronóstico habría sido relativamente bueno. Sin embargo, Jobs optó por recurrir a terapias alternativas, y retrasó la intervención que, realizada a tiempo, podía haberle salvado la vida. Ese no es, desgraciadamente, el único caso en que la renuncia a las terapias más eficaces de que disponemos conduce a un desenlace fatal.

Aparte de para curarse, también hay quien recurre a remedios supuestamente preventivos. Se promocionan dietas con la pretensión declarada de prevenir la aparición de tumores. Y en el colmo de la desfachatez -por no decir, directamente, de la maldad- hay quienes atribuyen a los enfermos la responsabilidad de su situación, al afirmar que el cáncer tiene origen en algún problema psicológico no resuelto mediante alguna práctica o modo de vida supuestamente indicado a tal efecto.

Proliferan ahora dietas anti-cáncer. Una de las más populares es la llamada “dieta alcalina”, que usaré aquí, a modo de ejemplo, para ilustrar el sinsentido de esta y otras falsas terapias. Para entender el fundamento en que supuestamente se basa, hay que tener en cuenta que el entorno de las células cancerosas suele ser ácido y que los promotores de la dieta milagrosa sostienen que esa acidez es la que provoca el cáncer. Creen que hay que neutralizarla ingiriendo una dieta alcalina. La razón de que las células cancerosas se encuentren en un entorno ácido es que, para obtener energía, tienden a utilizar más glucosa que las sanas, haciendo uso de una vía llamada glucolisis, sin que esa ruta sea complementada por otras que son las que en muchos tejidos animales proporcionan más energía y acaban requiriendo el concurso del oxígeno que respiramos. En esas condiciones, los productos finales de la glucolisis son sustancias ácidas, y es por eso por lo que el entorno de esas células se acidifica. Algo parecido ocurre, por cierto, con las células de nuestros músculos cuando los sometemos a un esfuerzo muy intenso; bajo esas condiciones la glucosa, tras una serie de etapas, acaba convirtiéndose en ácido láctico. A la utilización preferente de glucosa por las células cancerosas se le denomina “efecto Warburg”, pues fue Otto Warburg quien lo describió en 1924. De hecho, fue él quien sugirió que el cáncer podía ser una consecuencia del fenómeno descrito. Sin embargo, como hemos visto, la secuencia causal es la opuesta: son las células cancerosas las que provocan la acidificación del entorno, y no al revés. Y en todo caso, conviene aclarar que el grado de acidez del organismo no puede modificarse con la dieta, puesto que está regulado fisiológicamente de forma muy estricta, sin que la acidez de aquélla ejerza ningún efecto.

Los diagnósticos de cáncer son difíciles de aceptar, sobre todo cuando el tratamiento prescrito es agresivo, como suele ocurrir con la quimioterapia. Y por esa razón no es raro que a la hora de afrontar un tratamiento duro, de efectos secundarios muy desagradables e incluso temporalmente incapacitantes, haya quien valore la posibilidad de probar terapias alternativas. No faltan, además, personajes que, valiéndose del sufrimiento de los enfermos, les ofrecen remedios sin los duros efectos de los tratamientos oncológicos habituales. Pues bien, conviene tener siempre presente que son los médicos de nuestro sistema de salud los únicos capacitados para prescribir la terapia más eficaz posible. Cuando el camino a recorrer es muy duro, la tentación de tomar atajos es muy fuerte, también frente a la enfermedad. Pero tampoco frente al cáncer hay atajos.