JOAQUÍN Caparrós tiene una coartada perfecta: los seis partidos ligueros que lleva al frente de Osasuna han acabado en derrota y el equipo rojillo es el último con avaricia. Pero el pasado miércoles eliminó al Granada de la Copa. Es un dato que refulge como un rayo de esperanza. Si a esto le añadimos que más bajo ya no se puede caer resulta que a partir de ahora todo es susceptible de mejora. Es una forma de ver el panorama y para eso Caparrós, un vende biblias recurrente, se las pinta como nadie. De su boca han salido conceptos memorables. Por ejemplo. La comparación con una visita al dentista cuando se juega en el Camp Nou es una parábola estremecedora, pues nos pone ante la turbadora imagen de un punzante taladro entrando estridente en la boca. Bajo esta aparatosa imaginería parece que no hay otro remedio que desterrar la Copa de nuestro anhelo futbolístico ya mismo, con los primeros fríos del año. Pero, vamos a ver, ¿qué nos ha enseñado el ínclito Caparrós? Pues eso. Que como la derrota se da como circunstancia más probable, solo queda a modo de alternativa el éxito y la felicidad. Y este sabroso asunto nos retrotrae a la Supercopa de hace dos años, con el fabuloso 4-0 de San Mamés por obra y gracia de un imperial Aritz Aduriz y la conquista 31 años después de un título menor que, al conseguirlo frente al insigne contrincante, dejándole además sin el sextete, alcanzó la categoría de efeméride. Luego están los inescrutables designios del Señor, tal y como se pudo constatar en la asombrosa victoria frente al Celta.
En última instancia, y como no hay mal que por bien no venga, el Athletic tendrá la posibilidad si cae eliminado de soltar lastre para centrarse con más vigor en el campeonato liguero y en la Europa League. Encima nos evitamos la oprobiosa hipótesis de otra peregrinación a la final frente al coloso azulgrana para regresar mansos, goleados y con un buen puñado de euros menos en el bolsillo. Y también nos da licencia para elucubrar con la teoría de la conspiración, esa mano negra que propició el emparejamiento para sacar cuanto antes del camino a vascos y catalanes en previsión de otra sonora algazara contra el Borbón.
Ya lo recordó Ernesto Valverde en su vacuo intento por relativizar la derrota frente al Betis en la decimoquinta jornada, previa al milagro contra el Celta: “todos los equipos, salvo el Real Madrid y el Barcelona, como creo que dijo Caparrós, son iguales, y hay que correr y pelear”.
Porque el libreto caparrosiano sienta cátedra, pues igual vale para un roto que para un descosido, y por estos vericuetos se llega al mensaje esencial del técnico andaluz: «Déjate de imagen, amigo... Clasificación, tres puntos y a seguir...”
Con esta prédica Joaquín Caparrós rescató al Athletic de su zozobra en aquellos años de plomo, donde la inquietante idea del descenso estuvo más cercana que nunca. Pero recobrado el resuello, la hinchada quiso algo más que el resultadismo a palo seco y reprochó al entrenador sevillano su estilo ramplón de concebir el fútbol. Hubo pitos en San Mamés en el último partido del curso 2010/11 frente al Málaga, pese a terminar la campaña clasificados para Europa. El hartazgo de la afición tuvo otro efecto inmediato: votó al otro candidato a la presidencia, y con Josu Urrutia llegó Marcelo Bielsa, y después Ernesto Valverde, y la conciliación entre juego y triunfos.
En las últimas fechas Valverde se ha empeñado en recordar lo evidente: el Athletic termina el año en magnífica coyuntura, a tan solo tres puntos de la Champions; y clasificado en la Copa y la Europa League. A esto se debe añadir una cifra elocuente: trece de los catorce jugadores que se enfrentaron al Eibar en la decimocuarta jornada (3-1) procedían de la factoría de Lezama, lo cual refuerza sobremanera las señas de identidad de un club tan especial y garantiza su futuro. Y sin embargo Valverde está a la defensiva, probablemente porque es muy consciente de una deriva que los resultados no pueden ocultar. El problema de Valverde no es que se le compare con Caparrós. El problema de Valverde es que se le compara consigo mismo; con aquel Valverde radiante, que tan bien hizo jugar al fútbol al Athletic.