EL gran Woddy Allen exclama en Misterioso asesinato en Manhattan: “No puedo escuchar tanto Wagner... ¡me dan ganas de invadir Polonia!” Recordé de este pasaje del genio neoyorquino intentando realizar un rotundo ejercicio de abstracción para comprender por qué Concepción Dancausa, a la sazón peligrosa delegada del Gobierno en Madrid, decidió prohibir la estelada en la final de Copa, ya que, en su libérrima interpretación de la Ley contra la violencia en el deporte, podía “incitar, fomentar o ayudar a la realización de comportamientos violentos o terroristas”. Mirando la estelada de frente, fijamente, al rato me sentí el Capitán América y noté unas ganas de repartir hostias sin venir a cuento que para qué. Además, se parece tanto la estelada a la bandera de Cuba, aunque tenga otros colores, que descubrí para mi asombro que estaba relamiéndome los labios, sintiendo un desmedido ansia por tomarme unos mojitos...

Me quedé conturbado: ¡Cielos!, pero si es cierto... La estelada no solo incita a la violencia, sino que encima fomenta el alcoholismo.

Si yo pude advertir todo el peligro potencial que entrañaba el susodicho emblema, qué no pudo interpretar Concepción Dancausa, con toda esa responsabilidad cargando sobre sus delicados hombros. Porque estoy convencido de que en su decisión nada tuvo que ver el hecho de que sea hija de Fernando Dancausa de Miguel, famoso falangista, ex alcalde de Burgos y creador de la Fundación Francisco Franco. Como para nada tiene que ver que Javier Tebas, presidente de LaLiga, y encendido defensor del argumentario preventivo de doña Concepción, haya sido presidente de las Juventudes de Fuerza Nueva en Huesca. Ahora bien, si por doña Concepción dependiera, jamás se habrían cambiado en Madrid las calles con nombres de personajes relacionados con el franquismo, ni su compañero de partido Javier Maroto habría podido casarse con su novio. Pero esa es otra historia...

Esta la resolvió un juez con sentido común y una elemental sensibilidad sobre lo que significa la libertad de expresión a estas alturas de la temporada. Y yo me quedé con el molde en mi baldío empeño de comprender a doña Concepción y los mariachis que le empujaron a construir tan peligroso desafuero.

Pero quedaba un segundo acto, la presencia del rey Felipe VI y por consiguiente el boato, o sea, el himno, la reacción al himno y la correspondiente cohorte de exégetas que otra vez volvería a interpretar como una afrenta lo que tan solo es un simple y sano ejercicio de libertad de expresión hacia una institución tan cuestionable como es la monarquía en un Estado democrático.

Ausente la hinchada del Athletic, la pitada no fue unánime y se quedó en la mitad, pues a muchos sevillistas les dio por acompasar a modo de tonadilla un himno que, como no tiene letra, suena a pitorreo: ¡¡lolo, lolo, lolololololo, lololó, loló, lolololololooó...!!

En consecuencia, ¿la cohorte de exégetas volverá a pervertir la realidad montando otra charlotada de un simple partido diseñado para degustar, sufrir y gozar de un invento tan apasionante como el fútbol? ¿Se tomará como un ultraje al himno y al rey a quienes se desgañitaron con el lololo para contrarrestar los silbidos, puesto que entre los unos y los otros la cosa acabó sonando a cachondeo y tela de guasa? En resumidas cuentas, ¿volverán las denuncias?

Por encima de todo acabó imponiéndose el fútbol, pues hubo buen rollo entre dos aficiones que justo acababan de festejar los títulos de Liga y Europa League y tenían amortizada su dosis de triunfo y satisfacción, desde luego los sevillistas, cuyo equipo disputó un enorme encuentro, hasta hacer sufrir como pocos lo han logrado al considerado mejor equipo del mundo. Tuvo mérito el Sevilla, que además de capacidad competitiva tiene ese gen ganador (el que le faltó al Athletic en aquella memorable eliminatoria) con el que se midió sin complejos al Barça. Acarició la Copa. Pero qué puñetero es el destino. Vimos un emocionante partido. Y por favor, absténgase doña Concepción y su siniestra cohorte.