EL Athletic concluyó la temporada con una enorme sensación de satisfacción. Estaba la gente encantada en San Mamés, con ganas de ofrecerle a Carlos Gurpegi una despedida monumental, sobre todo cargada de cariño, y con esa predisposición fue la hinchada a La Catedral. Es curioso el caso del recio navarro. No ha sido un futbolista excelso, ni mucho menos. Ni dejará una huella indeleble por un momento culminante, pongamos a Endika y aquel gol que anotó en la final de Copa de 1984 frente al poderoso Barça de Maradona y Schuster. Todo lo contrario: Carlos Gurpegi pasará a la posteridad como protagonista de uno de los episodios más oscuros y lamentables en la historia del club rojiblanco, un caso de positivo por dopaje que se cerró en falso dejando en el aire la sensación de que Gurpegi fue la única víctima, pero no el responsable. A lo largo de los cuatro años que duró el proceso, el defensa tuvo que escuchar por esos campos todo tipo de improperios; injurias que continuaron tras cumplir la sanción. Un auténtico calvario que el mozo navarro vivió con estoica actitud, prueba evidente de su carácter y fortaleza interior. En cierto modo, la afición del Athletic también se sintió ofendida por tamaño atropello, así que arropó a Gurpegi con especial mimo, como si fuera una criatura desvalida y zarandeada por el injusto azar, y sin embargo el hombre estaba hecho por dentro de acero, y por fuera de carne, tantas veces rota en defensa de los colores rojiblancos. También por desagravio la hinchada le despidió como le despidió: con amor verdadero.
Durante estos días he leído y escuchado el concepto mito asociado a su nombre, y yo no veía al mito por ningún lado. No ha sido Gainza, ni Iribar. Un excelente soldado sí, pero ¿mito? Repaso el diccionario y leo en su tercera acepción: Persona o cosa rodeada de extraordinaria admiración y estima. Ahora entiendo. También se puede ser mito sin haber movido montañas o realizado hazañas extraordinarias. El compromiso, la tenacidad o el compañerismo en lo cotidiano también otorgan carta de naturaleza.
Así que la afición estaba encantada: el Athletic ganaba con suficiencia al Sevilla, que si bien tenía la cabeza puesta en esas dos finales, tampoco vino a echarse la siesta. Aduriz anotó dos goles y los celebró apretándose la nariz, nariz de boxeador. Todos entendimos: va por ti, amigo.
Gurpegi se retira con 35 años, los mismos que tiene Aduriz, que sin embargo ha culminado la temporada más rica de su dilatada trayectoria. Uno lo deja porque el cuerpo ya no está para muchos trotes, al menos para rendir al nivel exigible en un equipo como el Athletic, y otro está a punto de disputar la Eurocopa, consecuencia de su procelosa capacidad goleadora, amén de otra serie de artimañas (es lo que tiene ser perro viejo) que hacen de Aduriz un futbolista valiosísimo. Raúl García marcó el tercero (no me extrañaría que también esté en la lista de Vicente del Bosque), pero ni por esas, ni a petición popular, que la gente estaba cachonda con su ausente presencia, Unai Emery sacó a Fernando Llorente. Arremolinado en el banquillo, sin sitio ni en una alineación de suplentes, ¿qué pensamientos surcaron la mente del delantero riojano? ¿Sentiría sana envidia de la exaltación a Gurpegi? ¡Qué no habría dicho y hecho de él la parroquia rojiblanca si hubiera optado por quedarse! o tan solo, simplemente, haberse abstenido de engañar y mentir. Estará ganando Llorente mucho dinero sin darle un palo al agua (hay que tener arte para eso) pero no quedará como un mito para la posteridad de ningún club, y menos en el Athletic, entrando por derecho en la galería de los olvidados.
Aduriz acabó la liga ganando el trofeo Zarra al máximo goleador estatal, unas de las razones que impulsaron al Betis a competir de verdad con el Getafe, que se jugaba la vida: que Rubén Castro pudiera igualar al menos los 20 tantos del delantero donostiarra. La afición bética, además, apretó a sus jugadores: la tiene tomada con el equipo madrileño por cuitas pasadas y encima está hermanada con la sportinguista. Juan Merino, su técnico, puso sobre el césped lo mejor que tenía. En cambio, Marcelino, el del Villarreal, alardeó de gijonés, anunció a los cuatro vientos su deseo de salvación para el Sporting y alineó en El Molinón a un equipo cuajado de suplentes. El reputado Villarreal cayó sin resistencia. Y ahí le vemos al Pitu Abelardo, henchido de gozo. Pero qué cabrón es a veces el fútbol.