CUÁNTAS veces no lo habrá escuchado. Cuidado con la carretera, Aitor. La advertencia siempre se agravaba los días de lluvia, enemigo público número uno de los ciclistas. Uno escribe, con luto en la tinta, que ha muerto un ciclista y ¡zas!, de inmediato se proyecta en la imaginación la huella de una terrible caída, la película de un fatal atropello. Se diría, con permiso del viejo Gabo, que esa es la crónica de una muerte anunciada cuando llega en la edad temprana y sobre el asfalto.
La fatalidad, sin embargo, es así de extraña: tiene más cuartos que un hotel de putas. Aitor Bugallo fue ciclista profesional. Uno de esos hombres que se juegan el cuello en un descenso a tumba abierta (qué nombre más premonitorio...), uno de esos tipos que se dejan el aire (y la vida, en las ocasiones más tristes...) en el asfalto para ayudar al compañero, para parar el cronómetro unas décimas antes, para llegar entre los elegidos a la meta. Ayer voló por los aires a lomos de un coche tras un violento accidente, un brutal topetazo que le derribó de la vida donde tantas veces se la jugó sin perderla. Ese es el cuarto oscuro de la fatalidad, la habitación del fondo, sin salida.
Cuentan que los amputados sienten dolores, calambres o cosquillas, en la pierna que ya no tienen, en el brazo que ya no está. A la familia de Aitor, a sus amigos y viejos compañeros de carretera, les pasará hoy algo semejante. Sentirán a Aitor aún presente. Los muertos tardan en irse. Y si fueron grandes, como Aitor, jamás se van.