Ni mesa sin pan ni ejército sin capitán, reza la voz de la calle. El regreso de Iñaki Azkuna a los despachos y al pleno municipal obedece a un viejo precepto de Aristóteles, según el cual no hace falta un gobierno perfecto sino que se necesita uno que sea práctico. Desde la acera de enfrente se ha insinuado, en los últimos tiempos, que su ausencia había creado un vacío, un agujero negro en el gobierno que era preciso tapar. Cuando ya se aprestaban a llamar a los albañiles, Azkuna reaparece y su sola presencia se convierte en noticia. Ya gobernaba como se decía antes, en la sombra, o como el hombre invisible. Ahora regresa en carne y hueso y el pleno se antoja movido como una noche de recién nacido.
No hay que pedirle al alcalde la vehemencia que le dio nombre en el debate político; su asistencia ya es un titánico esfuerzo, un órdago a los envites de la enfermedad. Sin embargo, esta aparición levanta una brisa de dudas. ¿Es justo y necesario actuar con pies de plomo ante un hombre convaleciente?, ¿es ético acorralar a un hombre débil? Las dos son preguntas trampa, cuestiones que, siendo duras, sobrevuelan un pleno marcado. A buen seguro, el corazón de Azkuna pide guerra, siempre lo ha hecho y no creo que le gustase una mirada misericorde sobre su condición. Si acude a primera línea de fuego ha de ser porque se encuentra listo para la batalla, pero sobre ese gesto, insisto, planea la incómoda pregunta: ¿qué hacer?
Ocurra lo que ocurra, el pleno es una santabárbara cargada de pólvora. En la bodega hay cartuchos urbanísticos, balas de cañón con la espoleta cargada que apuntan al corazón de los impuestos, sables afilados para batirse en duelos sobre el arte, el comercio y cuestiones varias y algunos barriles de pólvora negra alrededor de la última Aste Nagusia, donde el cuervo de la política mal entendida sobrevoló sobre aquellos días festivos, intentando llenarlos de mierda. Viene el tren cargado de mercancías y Azkuna se asoma a las vías.