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Sublime Virginia

ETB ofreció el pasado miércoles un documento conmovedor sobre la grandeza del ser humano, contenida en la declaración de sincero abatimiento de la campeona de triatlón Virginia Berasategui tras reconocer que se había dopado en la última prueba de su carrera deportiva. Por sí mismo, el testimonio constituye un tratado de dignidad y nobleza que merecería ser incorporado como materia de educación ética en los foros del poder y particularmente en las iglesias, donde abunda la condena más que la compasión. En una época de falsificaciones y negación de la verdad, reconforta que una persona, consciente de su equivocación y decidida a encararse con el reproche social, muestre hasta la inmolación su arrepentimiento y anteponga su responsabilidad moral a cualquier tentación autojustificativa.

Y por su repercusión, el gesto sublime de Virginia ha sido el escaparate de la diversidad de actitudes ciudadanas ante la tragedia ajena, que van de la indulgencia respetuosa a la mezquindad absoluta, pasando por una amplia gama de manifestaciones revanchistas e inquisitoriales. Es lo que hay en este mundo miserable: muéstrate frágil y derrotado y no faltarán lobos dispuestos a rematarte. Después de Berasategui, ¿quién más se atreverá a escenificar su contrición pública? El tribunal sumarísimo de la televisión ha condenado a Virginia por lo suyo y por lo de los demás, endosándole la culpa universal del doping, el de Armstrong, Marion Jones y Gurpegui, los trucos de Eufemiano y Padilla e incluso ha impulsado un sórdido juicio de intenciones al poner en entredicho por un solo error toda su trayectoria. El aquelarre ha concluido con una brutal hoguera en la que no ha faltado la leña política por las simpatías nacionalistas de la triatleta.

Berasategui necesita apoyo y autoperdonarse, su carrera más dura. ¿Acaso es más importante la transgresión ocasional de una norma que la rehabilitación moral de una mujer profundamente arrepentida? Toda la épica del deporte no vale una mierda al lado de la grandeza de Virginia.