ERASE una vez... Así comienzan cuentos y leyendas que adornan las noches de desvelo de nuestra infancia o aquellas otras donde, alrededor de una hoguera, la imaginación jugaba a las sombras chinescas y dibujaba historias increíbles, terroríficas o fantásticas según el aguante de los presentes. La historia que hoy llega hasta esta columna procede de una tarde de mayo, cuando el sol -¿dónde pasará el invierno, el muy jodido...?- bañaba la ribera de la ría con cálidas lenguas de luz. Era la hora de la merienda y un niño, de profesión rebelde partisano, no paraba quieto, renegando del bocadillo como si se lo ofreciese el mismísimo Satanás. Por aquellos días, el armazón de la Torre Iberdrola recordaba al esqueleto de un animal prehistórico y el niño estaba fascinado con su silueta de gigante de cuento de noche. Iba y venía sin cesar, lanzaba pequeñas piedras contra sus lomos sin alcanzarle y no cerraba la boca. La madre le llamaba una y otra vez y el niño hacía oídos sordos. La suya no era una tarde de pan y chorizo sino un día fabuloso en el que había descubierto, por lo menos, la casa del gigante.
Fue entonces. La madre paciente comenzó a hablar sola, síntoma nada halagüeño, por cierto. "Érase una vez un pez aguja que vivía en el fondo de la ría de Bilbao, un lugar lleno de misterios". El niño, hasta entonces ignorante de su madre, frenó en seco. ¿Qué pez aguja? ¿Qué misterios? La madre, consciente de su victoria, alargó la mano con el bocadillo al frente, y comenzó su relato: "Un pez aguja enorme huía en cierta ocasión de un barco pirata. Los corsarios le acosaban con arpones y a cañonazos, puesto que su carne era sabrosa y porque conocían la leyenda de la gente del mar: aquel animal gigantesco había devorado un galeón rebosante de tesoros que continuaban en su interior...". "¿Como Geppeto, amatxu? ¿Como Geppeto?". "Come", respondió la madre. Y el niño melló la viena con un tremendo tarisco. "Sí, como Geppeto". "¿Y qué pasó?". "En su huida, despavorido, perdió el norte y entró en la ría. No había salida y los bucaneros le cercaban la escapatoria...". "¿Qué hizo?". La madre miró el bocadillo menguante y sonrió. "El pez aguja era mágico, tenía el don de respirar fuera del agua y de ponerse en pie sobre suelo firme. Pensó que esa era su mejor salida y trató de huir tierra adentro. No pudo. El sol le secó. Ese edificio es su cuerpo". El niño se puso a aplaudir.