El capitán Pedro Andrade, a quien no tuve el gusto de conocer, decía que los aviadores no mueren: vuelan más alto. Hoy los cielos de esta tierra están cubiertos con crespones de nubes negras por la muerte de un piloto. Duelen con dolor de puñalada estas alas de plomo porque dos hombres han puesto en riesgo su vida por recrearse en un sueño tan viejo como la humanidad, la fascinante aventura de surcar los mares del cielo. En su honor, y en el de todos cuantos han sentido alguna vez eso que bien pudiera llamarse la llamada del águila, venga ahora una sucesión de historias sobre el eterno anhelo.

Siendo un ser terrestre, el hombre ha albergado el sueño de volar desde tiempos inmemoriales. Desde la leyenda de Icaro, que preso en el laberinto de Creta, construyó unas alas de cera y plumas para huir, derretidas por acercarse demasiado al sol, hasta el mito de las brujas, seres con habilidad para volar a caballo en el palo de una escoba. Cuenta la leyenda que el emperador chino Shun allá por el año 2250 a. C., consiguió huir volando de la torre en que se hallaba preso. El afán no se detiene y ya en el corazón del siglo XX, Superman asombró no tanto por su fuerza sobremunana como por manejar el arte de volar.

Quizás el hombre que más empeño ha demostrado en lograr un par de alas haya sido Leonardo da Vinci. Analizó el vuelo y anatomía de las alas de las aves como base para diseñar diversos aparatos voladores entre los que destaca el ornitóptero una máquina recreada con la táctica de vuelo del murciélago. Aún hoy, un prototipo del ala delta de bambú recreado por el genio florentino ha sido probado con éxito tras ser fijado con una estabilizadores.

El hombre, insisto, alberga la esperanza de levantarse por los aires y, viendo los pormenores de una realidad gris o sucia, según se tercie -basta con observar más de la mitad del periódico para comprenderlo...- un intuye por qué: para huir de este mundo.