SaLVo que usted sea un bicho raro, en mayo, junio y julio su hogar va a ser la prolongación de un estadio de fútbol. Prepárese para el mayor atracón de balompié de los últimos cuatro años. De inicio, está la liga española, con sus tres jornadas finales. En la Sexta ponen velas (a saber a qué santo o virgen se encomiendan unos teófobos fanáticos como los dueños de esta cadena) para que el campeón se decida en el último partido, porque en esa circunstancia se juegan mucho (dinero, claro). El fútbol lo es todo y fue la razón por la que Antena 3 compró la insolvente Sexta y Telecinco se tragó a la arruinada Cuatro. 3+6=5+4. Nada cambia.
Mayo de fútbol es también la emisión de tres finales: la Champions league, el día 22; la Europa league, el 12; y la copa del Rey, el 19, que este año, sin catalanes y vascos, no tendrá el gustazo de la pitada al monarca. Ninguno de estos eventos batirá récords de audiencia, pero condicionarán la vida de millones de personas. Es la receta clásica para un país perdido: huir deportivamente de la realidad.
Y tras ese empacho, el campeonato mundial de Sudáfrica prolongará el extravío colectivo durante un mes, desde el 11 de junio. Telecinco ya ha vendido los bloques publicitarios, puesto que tenía reservados, después de una pantomima de subasta, los ocho partidos más interesantes: los tres del equipo estatal, el inaugural, uno de octavos y otro de cuartos, además de una semifinal y la final, dejando para Cuatro y Canal+ la morralla de las selecciones menguantes. El drama es que si la roja fracasa Telecinco perderá unos 15 millones de euros y los españoles la esperanza de una gloria lenitiva.
Lo bueno del fútbol es que, aunque hastíe, te ofrece una inmensa plataforma de análisis de comportamientos públicos: sociológico, psicológico, cultural y político. Entre lo mucho que nos depara un torneo mundial yo me quedo con el éxtasis de lo simbólico, ese espejismo de la identidad de los pueblos. El espectáculo no vertebra un país: genera orgullo de baja calidad.