Tengo el honor de ser Máster en Educación Especial, y lo recuerdo como una pequeña venganza a todo lo que no ha salido perfecto desde que la Universidad de Deusto me dejó frente al mundo con honores, porque el destino es muy puñetero. Y veo y escucho a gentes hablando con grandilocuencia, de cosas de este mundillo, como si fuese doctos y no lo son. Así que visto el teatro, digo: consideración y respeto. Las personas a las que atendemos lo merecen. Y no como un merecimiento, no como parte de “la pena que me causa” que sea “enano”, “tonto” o “paralítico”.
Porque no son eso, no son sus afecciones. Y no son para tenerles pena. Son personas con todos los derechos, los mismos que nosotros. Y se empieza a respetar y se empieza a considerar, cuando lo comprendo. Y lo pongo en marcha. Y no como un favor, sino como las condiciones de dignidad de cualquier persona. Porque detrás de todas nuestras etiquetas infantilizantes y degradantes, está el hecho incuestionable de que son personas. Tan iguales y tan distintas como nosotros. Con los mismos derechos. Y esto se nos olvida. Por ejemplo: cuando racaneamos recursos para su plena autonomía.