Se han cumplió estos días el segundo aniversario del asalto al Capitolio de los Estados Unidos, por parte de una turba enardecida y muy bien organizada por los partidarios de un presidente casi ya saliente, Trump, que se negaba obstinadamente a reconocer su derrota, frente al presidente electo Biden, esgrimiendo una y otra vez que le habían robado las elecciones y que todo era un fraude. Aquello afortunadamente pasó, pero no todas sus consecuencias. Hete aquí, que dos años después, les han salido unos dignos imitadores (que no menos peligrosos e inquietantes para la democracia). Esta vez se ha tratado de derrocar a un presidente en ejercicio y elegido democráticamente en las urnas de Brasil, Lula da Silva, violentado esta vez, no solo el Congreso brasileño, sino también la sede de la presidencia del país y la sede del legislativo, porque al parecer, tampoco la ultraderecha reconoce que su candidato. Las reacciones a dicho intento de golpe de estado han estado en su mayoría a la altura, de lo que es ser demócrata (en su mayoría, digo), porque partidos y dirigentes estatales, lo han condenado con la boca muy pequeña y no con la contundencia más que deseable desde el minuto uno. Año electoral por delante y me temo que en alguna cabeza bien pensante ronde copiar algunas de estas ideas.