Cuando lo vi por primera vez sólo tenía dos luces. Alternaba con su trompeta acompañando a grupos locales, y lo mismo te arreglaba una comunión, que patrocinaba kalimotxo en la plaza de un pueblo de censo cebolleta. El caso es que tenía talento y se le encendieron un par de luces más y le crecieron flores en el patio. Y tiempo después, en el Savoy, va el tío, que ya salía en prensa y todo, se viene arriba, se levanta con su trompeta, y se pone a bailar con ella como si fuera un tango en Buenos Aires, de esos que no se anuncian. El resto enmudece, y el artista que ya es se hace un solo y se vacía entero. Y el respetable con él. Aún se habla. Lo vi hace poco, poniendo la mano en un bar de una estación de autobuses, fiel a su amiga y con el mismo limón y miel en la cara. Me reconoció porque fui público la primera vez que no era nadie. Le invité a picar algo allí mismo y cambié mi billete de autobús para que me completara el paréntesis. Mereció la pena. Esto no se lo pago yo ni con letras.