Donald Trump ha sido fiel a su palabra una vez más: ha anunciado el traslado de la embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén, rompiendo con la política mantenida por Washington desde la fundación de Israel. Esta decisión vanagloria a los halcones del Likud, con Benjamin Nentanyahu a la cabeza, pero es cuando menos el mayor desafío al que se va enfrentar el Estado hebreo en los últimos diez años. La Primavera Árabe, el surgimiento del Estado Islámico, la descomposición de Irak y Siria, y la guerra fría entre Irán y Arabia Saudí, habían permitido a Israel cierta paz y estabilidad en la región. Es más, la tensión entre persas y saudíes comenzaba a forjar un eje Riad-Tel Aviv. Ahora, con el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, Estados Unidos no solo encenderá la mecha contra sus ciudadanos e intereses en el mundo, sino que volverá a poner a Israel en el punto de mira. Es cierto que Jerusalén es la capital indivisible de Israel y que de sobra es sabido que dividir capitales nunca funciona a la larga, pero este anuncio debería haber esperado a un acuerdo previo entre Israel y Palestina, de lo contrario solo echa leña al fuego, y perjudica a Israel más que fortalecerle. Una vez más Trump se equivoca.