Bajo la sangre que empapa los desiertos de Siria, hay otra sangre derramada hace poco más de un siglo y que aún hoy sigue reclamando justicia, memoria, dignidad y reconocimiento. Me refiero al primer genocidio del siglo XX. Es un deber, una obligación moral la de reivindicar un reconocimiento que no decae con el paso del tiempo. Porque todos sabemos lo que ocurre cuando se silencia o se enmascara el relato veraz del terror. Ocurriese ayer o hace cien años. Alemania ha sumado recientemente una cuenta más al rosario de países que llaman a las cosas por su nombre: genocido. Los cientos de miles de mártires armenios, ese pueblo milenario que fuera el primero en hacer del cristianismo su religión oficial, claman desde las profundidades de ese Mar Negro, ese Ponto que el pintor Hovhannes Aivazian jamás hubiese imaginado, que pocos años después de su muerte, sería fosa común de su pueblo. Una promesa para con la diáspora armenia, un íntimo compromiso con la conciencia, obliga a dar testimonio, a no olvidar la caravana de muerte que comenzó aquel 24 de abril de 1915 en el Imperio Otomano. El horror que enloqueció a Komitas, no enmudeció su legado lírico. Sirva su maravillosa música como homenaje a la memoria y el honor de un pueblo que aún habla por una herida sin cerrar.