Las campanas son la voz del cielo en la tierra. Cada cuarto de hora nos quieren recordar que nos vigilan desde arriba, para que hagamos lo que nos enseñaron de pequeños, que para eso está el cura desde que nacemos hasta que entregamos el cuerpo a la tierra, al cemento del nicho o las llamas del horno crematorio. Y como Dios no da señales de vida, El Vaticano insiste cada cuarto de hora en someter a las ánimas de una forma sutil, aunque a veces muy ruidosa con los bandeos estrepitosos de las doce horas, domingos y fiestas de guardar, contaminando de ruidos las ciudades que albergan tantas iglesias en los cascos viejos que parecen ciudades museo con mucho ruido, que para algunos turistas meapilas es como llegar al cielo. Menos mal, que un juez ha mandado callar las campanas de 11.00 de la noche a 8.00 de la mañana. En mi opinión debería anularlas todas, porque ya hay relojes digitales hasta debajo de la cama y no necesitamos que nos llamen a oración cada cuarto de hora. Solo falta que las mezquitas lo hagan también (porque tienen el mismo derecho) y convirtamos las ciudades en un festival de ruidos de religión. Ni quito ni pongo, me limito a comentarlo. En fin, no sé por qué ha derivado esta carta en esta dirección. Lo que quería, simple y sencillamente, es decir que en mi barrio hay casi más campanas que bares y que las unas de día y los otros de noche nos tienen machacados en el cuerpo y en el ánima. Amén.
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