La clase baja nace, va a la escuela, donde se le habla de derechos humanos, de igualdad y de libertad, crece y se hace obrera. Desde la legitimidad de lo aprendido, se acopla a los diferentes cambios en materia de trabajo y de derechos hasta que, coincidiendo su madurez con una crisis económica, se le acaba el chollo de ser persona común. Un obrero cincuentón en el paro, con veinte o treinta años de experiencia laboral a sus espaldas, ni siquiera es un mero desempleado, pues difícilmente vuelve a obtener un empleo y al cabo del tiempo es absorbido, cual basura cósmica, por los agujeros negros del sistema. Una vez cronificado su desempleo, aquel que como persona aspiró a ser solo un obrero y demostró serlo, comienza a recibir títulos de todo tipo y especie: elemento en riesgo de exclusión, elemento a reinsertar, elemento con obligación de firmar acuerdos de inclusión, perceptor de ayudas de emergencia, mayor de 45, subsidiario, mayor de 58, posible abusador de rentas de garantías de ingresos, obligado a realizar cursos de dudosa necesidad, potencial defraudador del padrón... Y gratis ¿eh? ¡Todo gratis! Algo falla cuando a un simple desempleado se le confisca esa simple denominación y se le endosan otras innaturales definiciones.