He entrado a un bar a tomar un zurito. A continuación he paseado la mirada por el local. No lo hago por cotilleo, y he visto el suelo lleno de cáscaras de cacahuetes, síntoma de que en ese bar barren poco y de que suelen regalarlos, porque es difícil que pagando todos los clientes que entran en un bar compren cacahuetes. El pavimento estaba lleno de cáscaras. Me han apetecido cacahuetes, oye. He mirado con cara de "me gustan los cacahuetes" a la barera. No es cierto, la verdad, me pasa como con los garbanzos, que los como, pero las apetencias espontáneas son valorables igualmente y se deben satisfacer. "Me apetecen mucho, mucho, cacahuetes", he intentado transmitirle a la camarera. Nada, ni pizca de interacción, ni telepatía, ni nada. He examinado de nuevo el suelo, a lo mejor los restos no eran de cacahuetes. Qué va, eran de cacachuetes. Na, de nada han servido mis miradas deseosas. ¡Ay, qué trauma! ¿Y qué he hecho yo para no merecer cacahuetes? Si todo el mundo antes que yo ha tenido derecho ¿por qué yo no? Y este afán mío de ser positiva me ha dado la respuesta: coño, Miren, que no eres un mono. O me lo tomo así o divago sobre lo que es la exclusión, una de dos.
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