El otro día tuve que desplazarme a un pueblo de Aragón al entierro de una tía. Una tierra luminosa, bien recia y abierta al viento. Pero no pude evitar la sensación terrible de desolación, mirando a mi alrededor a las personas que pasaron por el tanatorio una hora antes del traslado a la iglesia. Parientes, amigos y allegados se saludaban después de años sin verse, algunos se abrazaban y otros se escapaban de otros parientes, con disimulo, como que no pasaba nada. La verdad es que yo no conocía a la mitad, pero otra tía mía iba describiéndome el personal presente y su estado actual de relaciones, separaciones, divorcios, odios y venganzas traducidas, etc. Tenía bastante como para montar un melodrama familiar. Me consolé diciéndome a mí mismo: es la vida, es la jodida vida. Cuando eres muy joven todo te parece bien y te crees casi todo de lo que te dicen, pero sobre todo no le das importancia a muchas cosas. Cuando cumples años, contemplas las miserias de cada familia y la desolación te invade.
Para rematar la fiesta vas a misa, escuchas al sacerdote y te dan ganas de correr, porque no puedes decirle ni argumentar en contra las barbaridades que salen de su aburrida boca, puesto que está en su gran templo de Dios. Ya en el cementerio, menos mal que no fue el cura, el grupo más íntimo escuchó y vio a cámara lenta el patético chirrido de despedida en el nicho. Morirse es un asco, pero ver cómo se acercan a la muerte los que van a un entierro es astillarse el corazón. Menos mal que el cura aseguraba que morirse es bueno porque vas a la gloria eterna. Amén. Una vez más constaté que pueblo pequeño infierno grande, porque se odian amablemente.