RESULTA en cierto modo hipnótico el look del presidente ucraniano, que acude a todas partes con su imagen de recluta desarmado, de verde militar sin correajes, como si fuera un insumiso en una guerra a la que no pidió acudir.
Pero Volodímir Zelenski no es un insumiso, aunque esté dispuesto a ser un mártir. Aquí, como en casi todas las guerras, hemos elegido bando movidos por las simpatías de cada cual. Hay quien cree que alinearse con la invasión de Putin le rescata de la melancolía soviética; que como fue rojete –incluso del KGB–, tiene que tener razón. Y quien piensa que, si Zelenski quiere acercarse más a la Unión Europea que a la órbita del Kremlin, tiene que ser un buen tipo.
Pero el verde militar no suele despertar adhesiones más que entre los propios. Se acuerda uno de Yaser Arafat, con su pistola y su rama de olivo ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1974. “No dejen que la rama de olivo caiga de mi mano”, dijo. Veinte años después, también vestido con su uniforme, pero ya desarmado, recibía el Premio Nobel de la Paz junto a Isaac Rabin por los acuerdos con Israel. Y otros veinte años después (2014) moría rodeado de sospechas de envenenamiento, solo y abandonado por la comunidad internacional tras ver desmantelado el sueño de un Estado palestino bajo las bombas arrojadas por los rivales y sucesores de Rabin, cuyos reproches inspiraron a su vez a su asesino.
No es por gafar a Zelenski, es solo que pesa la memoria. Como a otros antes que a él, el verde militar le rodea de una aureola heroica en el sentido fílmico de la palabra. Refleja su compromiso pero es a la vez el síntoma de un atasco. Arafat no llegó a quitárselo nunca y Zelenski corre el riesgo de eternizar su uniforme. Después de la experiencia de Arafat, ¿quién se atreverá a firmar otra paz entre valientes? El verde militar es para ganar o perder guerras; no logra pararlas.