Los macarras de callejón, los matones de esquina que hacen del hijoputismo vocación y profesión no se pelean cuándo se encuentran. Se reconocen, se respetan. Quizás hasta se admiran en secreto. Si tienen diferencias acaban pactando y repartiéndose el territorio. Lo hemos visto en libros, series y películas. Lo estamos viendo estos días en la dura realidad internacional. A estas alturas de la fiesta, todavía veo a alguno sorprenderse del buen rollo entre Trump y Putin, dos versiones locales de lo mismo: ego kilométrico, ambición elevada al cubo, delirios imperiales a raudales, falta de escrúpulos y de empatía de dimensiones estelares, respeto menos que nulo por la verdad y las minorías, sin olvidar dosis a escala planetaria de rencor, espíritu de venganza, misoginia y homofobia. Y no he agotado la lista. Normal que se entiendan. Son casi lo mismo. Como lo es ese tercero en discordia, Xi Jinping, más discreto en las formas, pero que dirige su país con mano de hierro e influye en el mundo como una callada apisonadora. Con él la sangre de Trump parece que no llegará al río. No como con Europa, cada vez más descolocada y sola. A diferencia de los estadounidenses con el suyo, los europeos hemos hecho poca bandera de nuestro modo de vida. Tal vez por todos los agujeros y zonas en blanco que ha presentado y presenta tanto hacia dentro como hacia fuera. A pesar de ello, habrá que convenir en que tenemos mucho que defender y en lo que profundizar. Todo lo que está sucediendo estas semanas debería servir para que el viejo continente hiciese de la necesidad virtud redigiriendo su proyecto hacia realidades más sólidas y solidarias, independientes y alejadas de esa suerte de barbarie social y tecnológica que representan hoy en día los modelos triunfantes en Washington, Moscú y Pekín. Pero no se ven muchas mimbres para ese cesto. Por cierto, a los políticos de esta comunidad sigo sin oírles una palabra sobre este tema.