Un grupo de científicos y científicas de las universidades de Chicago y Massachusetts ha investigado sobre la atmósfera de la Luna. Y han descubierto que la misma se ha ido formando a lo largo de 4.500 millones de años por el impacto de meteoritos de diferente tamaño. Habrá quien se pregunte para qué sirve tal conocimiento, quitando importancia a lo que supone la ampliación del porqué de nuestro sistema solar. Eso en este caso. Pero es que a lo largo y ancho del planeta existen miles de personas que dedican sus proyectos vitales a descubrir qué motiva que una especie emigre, qué existe más allá de lo que hoy ven los potentes telescopios o qué se esconde en el fondo de los océanos, entre otras muchas cuestiones. Cualquiera de las investigaciones tiene en sí misma su propio valor y contribuye a cimentar el imparable avance de la raza humana. Otra cosa es el efecto que ello pueda tener en nuestra vida diaria. O cómo empleemos, sin riesgo a extinguirnos, los asombrosos hallazgos. Diría yo que saber qué sucede en la atmósfera de la Luna quizás no sea el mejor de los ejemplos de la practicidad de la ciencia en nuestra vida cotidiana. Pero cualquier descubrimiento tiene en sí mismo tal valor que no seré yo quien lo ponga en cuestión. Ahí está la manzana que vio caer Isaac Newton para entender que cualquier cosa, por extraña que parezca, puede tener su importancia vital. Incluso el polvo que se encuentra suspendido en la Luna.