LOS monstruos son parte del ADN del ser humano. Protagonizan nuestros miedos desde niños y, de una manera u otra, nos acompañan toda la vida. Pueden ser imaginarios –los peores–, mitológicos, imaginados por la literatura –Frankestein, Drácula, los zombis...– o reales. Dicen –y muy probablemente es cierto– que todos llevamos un monstruo dentro, dispuesto a salir a poco que le demos la oportunidad y se den las condiciones. El pasado sábado, Fernando Savater escribía en su columna semanal en El País su “afecto” por la criatura de Frankestein frente a la repulsión que le merece el Ejecutivo de Sánchez, motejado, como se sabe, de “gobierno Frankestein”. Recuerda Savater cómo en la novela de Mary Shelley, el monstruo responde a los reproches de su creador por su conducta: “Soy malo porque soy desgraciado”. Y remata el filósofo: “Para aprender moral hay que empezar por escuchar al monstruo”. Curioso y contradictorio, porque once días antes Savater firmaba una carta junto con con otras 513 personalidades pidiendo que el Zinemaldia censurase el documental sobre Josu Ternera, a quien hay pocas dudas de que considerará un monstruo. Y a quien, escuchándole, hemos aprendido no sé si moral pero sí lo inmoral. El tamaño suele ser una característica del monstruo. Ahí está el Leviatán, la gigantesca bestia marina: una ballena. La ballena que está en la piscina, como le recordó Aitor Esteban al faltón Feijóo, y que es su connivencia con Vox y la asunción de sus discursos. O el elefante en la habitación, ese que Sánchez elude y que es la amnistía. El líder del PP se comportó en el Congreso como un pequeño monstruo, un Leviatán en miniatura: una piraña. El olor a sangre le puede, más aún si va en banco –manada– con la extrema derecha. Después de coserte a mordiscos, se te acerca con rostro afable, como Frankestein: “He sido malo porque me hacéis perder”. No descarten que hoy mismo pida su amnistía.