“El verano de 1973 fue fantástico. No me acuerdo de nada, pero nunca lo olvidaré”. Me ha venido estos días a la memoria la frase de Lemmy Kilmister, el epicúreo cantante de Motörhead, cuando al pensar en las pasadas vacaciones de Semana Santa he tenido una sensación que últimamente es recurrente en mi cabeza: la de recordar algunos acontecimientos recientes como si los hubiera vivido hace mucho tiempo, o incluso la de recordarlos como si hubiera sido otra persona diferente a mí quien los hubiera vivido; como si convivieran en nuestra mente varias versiones de nosotros mismos: una que nos ponemos casi todos los días como un traje de trabajo desgastado, sucio y aburrido, y otra para los días de fiesta, que reservamos y guardamos en el armario.

Me imagino que la ciencia o la cuántica tienen un nombre para eso, del mismo modo que las películas ahora llaman avatar, brecha interdimensional, etc., a lo que de toda la vida hemos conocido como los “¿Y si hubiera?”. ¿Y si hubiera estudiado periodismo en lugar de filología? ¿Y si hubiera continuado jugando a baloncesto en lugar de dejar que la noche me confundiera?... En algún lugar, en otro mundo o dimensión, hay una variación de nosotros mismos que, por lo general, siempre nos mejora y vive las vidas que creemos haber desperdiciado.

Mi verano de 1986 también fue inolvidable. Aquel año acabé COU y un par de semanas antes de hacer el examen de selectividad algunos compañeros del instituto nos fuimos al monte, lo más lejos posible de la civilización, en lugar de encerrarnos a estudiar en nuestros cuartos. Éramos punkis y no creíamos en el futuro. O como cantaba Extremoduro −ya que va de citas rockeras−, preferíamos ser indios que importantes abogados. 

"La sensación de recordar algunos acontecimientos recientes como si los hubiera vivido hace mucho tiempo, o incluso la de recordarlos como si hubiera sido otra persona diferente a mí quien los hubiera vivido"

Del mismo modo que para Lemmy Kilmister en el 73, los recuerdos de aquellos días asalvajados se filtran a través de los agujeros negros de mi memoria como rayos de luz luminosos e inasibles: una patata clavada en la punta metálica de uno de los palos que sostenían la tienda de campaña, para ahuyentar los rayos; o, para ahuyentar a los animales salvajes, un cuchillo hundido hasta el puño en la tierra húmeda; nosotros desnudos, tumbados al sol, sintiendo cómo el barro con el que habíamos embadurnado nuestros cuerpos se secaba y resquebraja sobre ellos; los cigarrillos que improvisamos con menta-poleo, cuando el tabaco se acabó; los bailes bajo la luna alrededor de la hoguera, o de sus rescoldos, bajo la lluvia...

No me acuerdo de mucho más, dónde acampamos, qué hicimos, de qué hablamos, ni siquiera quiénes estuvimos allí, los nombres, los rostros de algunos de mis compañeros (sí recuerdo, por el contrario, que todos aprobamos el examen de selectividad). Como si todo hubiera sido solo un sueño, un jirón desgarrado de mi memoria, algo que no me perteneciera, que no hubiera vivido en realidad, o le hubiera ocurrido a otro. Pero a la vez descubro ahora que sin todo ello no sería el que soy, que sería realmente otro si no hubiera vivido todo eso.

De aquella acampada regresamos con la piel nueva y limpia, ungida por el barro y los primeros rayos de sol, los que todavía no herían como cuchilladas; con la luz del fuego y las tormentas en las pupilas; con toda la vida por delante. Fueron, en fin, aquellos días nuestro tiempo de las cerezas, esas semanas previas al estío en las que los frutos están aún por recoger y relucen esplendorosos, repletos de azúcar y promesas.

Nunca lo olvidaré, aunque no recuerde apenas nada. 

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