HA muerto Pablo Milanés, el mejor cantor a la vida y al amor. Ha fallecido fuera de su adorada Cuba –amo esta isla/soy del Caribe/jamás podría pisar tierra firme/porque me inhibe–, lo que dice mucho más de lo que pudiera parecer ya que Milanés fue durante décadas casi un mito, un héroe que puso música a la Revolución castrista como gran figura de la Nueva Trova cubana. En los últimos tiempos, sin embargo, para muchos adeptos al régimen era un gusano traidor por haber criticado los desmanes del oficialismo y haber reclamado cambios políticos, sin dejar de considerarse un revolucionario. La curiosidad me llevó a escrutar los medios cubanos –en propiedad: el único medio– para comprobar de qué callada manera trataban la muerte del trovador. Previsible, burocráticamente rutinaria, casi indolente. En conclusión: indigna. El destino quiso que la desaparición de Pablo Milanés cogiese al presidente de Cuba, Miguel Díaz Canel, de visita nada menos que en Rusia, haciendo felaciones verbales e impúdicas genuflexiones a Putin. Ni una referencia a Ucrania, a la invasión rusa, a la guerra, a las bombas, a los miles de civiles asesinados. Sin palabras para la paz. Solo alharacas y agradecimientos a Rusia, su grandeza y generosidad en su ayuda a Cuba tanto en sus encuentros con Putin como con Dimitri Medvedev o el patriarca Kirill. Una de las cosas que más me impresionaron de las “críticas” de Pablo Milanés al castrismo fue su desgarrada confesión de que en su juventud fue uno de los decenas de miles de muchachos que fueron recluidos en centros de reeducación, verdaderos campos de concentración creados entre 1959 y 1968 en el paraíso cubano para purificar a los malos revolucionarios, incluidos, claro está, los homosexuales, donde se les encerraba y maltrataba tratando de lavarles el cerebro “simplemente porque pensaban libremente, ni siquiera porque pensaban lo contrario, sino porque eran librepensadores y tenían opiniones”. Pablo Milanés fue un gran revolucionario: amaba la vida, la paz, la música y la libertad.