No me digan que no es el momento ideal para hablar de monarquías, su simbología y su función en los regímenes democráticos. De los otros ya sabemos que son el modo de que gobiernen las fuerzas armadas o de puras satrapías.

Seguramente, la muerte de Isabel II es el primer caso en el que, además de conseguir que todo el mundo hable bien de la finada, se hace extensivo el tratamiento a su sucesor, cuando Carlos ya pensaba que tendría que morirse él también para conseguir que dejaran de tenerle tirria.

Pero no; después de haberle llamado de todo durante los últimos veinte años, sus propios súbditos le encumbran hoy porque, por encima del paraguas y el bombín, es el principal símbolo de lo británico. El rey es un símbolo conveniente y estático. Lo segundo le convierte en lo primero. Algunos proselitistas de la monarquía sostienen que la figura de un rey aporta la debida neutralidad al debate político, situándose por encima de las miserias del pulso parlamentario y ejerciendo de elemento de cohesión personificada a un nivel que el himno o la bandera, que no te dedican una sonrisa displicente ni te saludan, nunca alcanzarán. Cierto que tampoco se llevan fotos del monarca en las muñequeras o se “lololea” su nombre en los partidos de fútbol.

Las democracias parlamentarias precisan de un rey para unir a la ciudadanía al margen de siglas, dicen. Y lo veo como una rendición. La gran virtud que todos ponderan a Isabel II es que nunca abrió la boca en nada de fundamento ni tuvo impacto social, político o económico. Es verdad que, para que te escriban los discursos de Navidad, mejor no exhibirse, pero eso no convierte la institución en necesaria. Depositar la adhesión a un proyecto nacional en la imagen de un maniquí sin opiniones es tener en muy poca estima al proyecto. Pero, claro, si es lo que alimenta a la plebe, lo que tú digas, rey. l