LA guerra sigue ahí, en el rellano de la escalera de Europa; y no es la única. Las pandemias se han instalado ya en el vecindario de todo el planeta. La globalización de la falta de suministros que preocupa en distritos financieros es simple pero doliente hambre en los arrabales de estas sociedades tan desarrolladas como paralizadas y perplejas, paraperpléjicas. Y el gas... ¡ay el gas! Nada es tan etéreo en sus moléculas libres pero tan físicamente tangible hoy en su despotismo energético. La especie humana, incapaz al parecer de deconstruirse, simplemente contempla cómo la vida, la buena vida de tantos y las otras vidas no tan buenas de la gran mayoría, se desagua cada vez menos lentamente por el sumidero que su egoismo ha ido ensanchando. Década a década. Año a año. Mes a mes. Día a día. Gota a gota. Si como ya dijo Robert Oppenheimer, físico del Proyecto Manhattan que acabó creando la bomba atómica, es obvio que el mundo se va al infierno y la única oportunidad que tenemos es intentar prevenir que así sea, lo hemos hecho todo mal. Lo seguimos haciendo todo mal. Y estamos cada vez más cerca de la escena que dibujó Peter Ustinov, aquel inolvidable Nerón de Quo Vadis?, cuando afinó su ironía para leer el futuro, hoy más próximo que entonces, más inmediato que ayer, y predijo que la última voz audible antes de la explosión del mundo será la de un experto gritando “¡es técnicamente imposible!”. l