O veo la hora en que Martin Österdahl, el jefazo de la UER al que se le amontonan los chanchullos, revele que todo el dinero amasado telefónicamente para apoyar solidariamente a Ucrania, y así coronarla masivamente en el festival, se va a destinar a su reconstrucción. No hay duda de que el triunfo eurovisivo del grupo Kalush Orchestra es lícito. Como tampoco la hay de que no es completamente justo en términos de competición. ¿Acaso se le va a regalar a este país el billete para el próximo Mundial de fútbol? ¿O unas cuantas medallas en los Juegos Olímpicos de París? Eurovisión es la mejor y casi única plataforma para promover la diversidad y propiciar la unión de culturas, y más en estos tiempos de regresión y conflicto bélico a las puertas de casa. También se erige en el asidero de oportunistas que solo le dedican unas líneas en estas fechas desde el prejuicio y el desprecio. Este certamen surgió precisamente para recoser a Europa tras la II Guerra Mundial y cierto es que la música es hija de los tiempos y sirve para reflejar lo que sucede. Pero Eurovisión ni es una ONG ni puede convertirse en el anexo de una ONU incapaz de dar con la solución a sus problemas. Por supuesto que la geopolítica pringa casi todos los órdenes de la vida y que los gustos no se mueven solo por sentimientos artísticos. Pero el arte no puede ser su refugio ni debe servir para que la gente limpie sus conciencias. l
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