Hay al menos una triple derrota en la rendición de Pedro Sánchez a la estrategia con la que Marruecos pretende consolidar la ocupación y asimilación del Sáhara Occidental. Tres fracasos que concentrados en un error de magnitudes históricas

La primera derrota es ética. Seguramente la más grave porque es la que implica el abandono de la responsabilidad con sus administrados de la vieja potencia colonial venida a menos. Que Sánchez haga votos por la absorción, socava la libertad de un pueblo saharaui soberano, amparado por la legislación de Naciones Unidas en materia de libre determinación. Un pueblo acreedor a un proceso descolonizador de libro interrumpido por la invasión marroquí.

Si esa renuncia a la responsabilidad no fuera suficiente, Sánchez asume la derrota de su pequeñez internacional. Geopolíticamente, sitúa a su Gobierno en la irrelevancia y rinde la oportunidad de una postura propia en el Magreb a la necesidad de situarse a la sombra de Francia, cuyo estatus de potencia tuteladora de la región se refuerza. París aplica un pragmatismo cínico basado en supeditar el derecho a sus propios intereses estratégicos y económicos. Madrid sigue la estela de esas migajas por su incomodidad en la región y con la esperanza de hallar en el vecino del noreste un aliado en el marco de la Unión Europea.

Y, en tercer lugar, el fracaso que acredita la incapacidad de liberarse de la dependencia explícita de la voluntad de Marruecos en materia de migración, en la gestión de los recursos naturales de la plataforma sahariana (tanto pesqueros como minerales e hidrocarburos) y en la seguridad del flanco sur en materia de yihadismo. Al abandonar a su suerte al pueblo saharaui, Sánchez ha adoptado una decisión de una gravedad histórica y ha retratado su gregarismo por la ausencia de una política exterior propia.