Negativismo y conversión
N este tiempo feliz, uno no puede evitar acordarse de la gente que hasta hace cuatro días sostenía que el Athletic estaba abocado a enlazar temporadas sin pena ni gloria porque no pasaba de ser un equipo del montón, de tener una plantilla sin relieve, incapaz de competir con altura de miras, consecuencia de una gestión previa errónea, carente de planificación. Escuchar o leer comentarios de este tipo y otros de similar cariz, siempre en clave negativa, ha sido inevitable durante estos años. Decían: se ha permitido que el núcleo duro del vestuario envejeciese y se acomodase con renovaciones excesivamente generosas, no se adivina un relevo consistente y aspirar a metas que no hace tanto, en la década anterior, se convirtieron en habituales ha perdido sentido dado el mediocre nivel del grupo. El Athletic era víctima de una herencia ruinosa e iba a costar sangre, sudor y lágrimas levantar la cabeza, lograr que la afición volviese a sentirse orgullosa.
Así se ha estado pintando el panorama hasta hace cuatro días, empleando metáforas y símiles de dudoso gusto para catalogar el potencial del equipo. En la crítica impenitente no han faltado comparaciones con clubes que por trayectoria o presupuesto, o por ambas cuestiones, se suponía que eran rivales directos. En ocasiones, uno se ha sentido acorralado por defender una postura radicalmente discrepante, pues en absoluto apreciaba un déficit de materia prima. Estaba convencido de que el Athletic contaba con mimbres para hacer las cosas bien, que la calidad que reunía en su seno era notable, superior a la de la mayoría de los equipos de la categoría, y que acabaría aflorando y silenciando, más pronto que tarde, a quienes parecían encantados instalados en la desafección o la indiferencia.
Error. No se han callado. Ahora, ellos son los principales adalides de la causa rojiblanca. Los que más y mejor gozan de los triunfos y del juego que practica. Los que se jactan de la pujanza de un conjunto que clava los ojos en el oponente más reputado y celebran enardecidos la promesa de un futuro envidiable con los chavalitos que según van asomando la cabeza muestran un muy convincente repertorio. Hasta los veteranos han recuperado la estima de quienes decían abiertamente que su aportación era impropia de tipos experimentados, que hace tiempo deberían haber salido. Y no es preciso señalar a nadie aquí. El actual reparto de flores alcanza incluso a hombres huérfanos de toda simpatía, gente que consideraban de relleno, no aptos para seguir vistiendo la camiseta. Aquí también eludiremos dar nombres.
En fin, ha sido ver al Athletic durante mes y pico proponer un fútbol sugestivo y alegre, alejado de la especulación y el permanente temor a sufrir daños, donde la prioridad consiste en salir a pelear con la mirada fija en la portería contraria; asistir a un puñado de encuentros cortados por el patrón de la ambición, y desaparecer como por arte de magia el negativismo, el victimismo. Sus pertinaces representantes se han esfumado. No, no se han muerto, solo que de repente profesan una identificación plena con el equipo.
En efecto, se debe reconocer que el Athletic de las últimas semanas se corresponde con el Athletic que gusta, engancha, emociona. Ni siquiera sus defectos, que los tiene, impiden que sea bien valorado, en la balanza pesa mucho más la valentía de su apuesta. Apuesta que casa con el perfil de sus futbolistas y se plasma en una versión que se asemeja al estilo clásico del equipo, el que toda la vida ha hecho vibrar a su gente. Pero la realidad es que este Athletic en su composición es el mismo que había hace cuatro días, no ha fichado, lo que ha ocurrido es que se le ha dado rienda suelta para que se exprese de la manera que mejor sabe. Lo que ahora vemos es casi clavado a lo que el equipo enseñó en la Supercopa de 2021. Casi un año más tarde, se diría que el cuerpo técnico ha entendido que no existe otra vía para sacarle a la plantilla todo el jugo que tiene. Había, hay, Athletic para disfrutar, aunque muchos lo negasen.