ESDE que saltó la fatal noticia llevo dándole vueltas a la cabeza; la verdad es que no puedo dejar de pensar en ellos y en sus familias. Ellos son David Beriain y Roberto Fraile, reporteros recientemente asesinados en uno de esos difíciles países donde la vida humana vale un dátil. Decir que lo siento, que lo siento mucho por sus vidas truncadas y por el dolor de sus familias y amigos, es un ejercicio inútil de sentimentalismo. Reflexionar sobre ello, quizás no.

He llegado a la conclusión de que soy un cobarde, o puede ser también que tomé la decisión correcta y me retiré, como se suele decir, a tiempo. No sé si la vida algún día me lo aclarará.

Creo que fue en la primavera de 1999 cuando mi compañero Joserra Plaza y yo llegamos de vuelta a casa después de haber permanecido en la guerra de Kosovo unas semanas. Para mí, era la segunda vez en tierras balcánicas. Sufrían una guerra civil: es decir, vecinos contra vecinos. Los amigos de antaño se habían convertido en enemigos, y los que antes habían sido invitados a la boda o al bautizo de los hijos se habían convertido en delatores o en sus asesinos.

Ambos habíamos vivido situaciones muy feas allí, como el descubrimiento de una fosa llena de cadáveres, cada uno con su ineludible orificio en la cabeza, o la paliza mortal a una anciana ochentañera por parte de sus despiadados y adolescentes vecinos. Creo que uno deja de ser el mismo después de ver una treintena de cuerpos macerados y dóciles que se pliegan a su antojo bajo la pala recogedora de un tractor. Como decía, una vez que llegamos al aeropuerto, los compañeros cámaras y periodistas de EITB vinieron a recibirnos y a sacar algún corte para el informativo. En aquel momento, a unos metros más allá de donde estábamos, vi a mi hija Maggie, de tres años, que había acudido también al aeropuerto acompañada por mi mujer. Estaba allí, sonriente y sin entender nada de aquel trajín de focos. Creo que fue en aquel mismo momento que decidí que la vida de reportero se había acabado para mí.

No lo fue del todo, porque tras unos años de tranquilidad volví a Irak a presenciar una guerra en la que los civiles pusieron los muertos y los vencedores su propaganda. Como casi siempre. Me despedí, esta vez sí, de lugares como Guatemala, donde a finales de los ochenta el infierno de Dante hubiera parecido una película de Walt Disney; de México, donde, según en qué zonas, los reporteros ocultan su profesión; o de Gaza, donde los descendientes del Holocausto se han convertido ahora en los carceleros.

Desde entonces he perdido como amigos o simplemente compañeros a personas como Julio Fuentes, Ricardo Ortega, José Couso y Simon Cumbers. Todos ellos en esas guerras y conflictos que parecen solo existir cuando los medios nos las sirven en los salones de nuestras casas, y que observamos mientras cenamos cómodamente.

Nos decía el bueno de Manu Leguineche, un tipo tímido y escondido en el refugio de la socarronería, que la única cualidad para ser buen reportero es tener un estómago a prueba de bombas. No es difícil intuir lo que Manu quería decir. Además de la buena función del aparato digestivo de cada cual, hay que tener mucho amor por el periodismo más genuino para ser reportero; un trabajo mal pagado y que exige en muchas ocasiones un gran sacrificio personal. Un oficio tan fascinante que a veces te dejas la vida.

Ese periodismo de calle, vivencial, de fuentes cercanas, de contar lo que el poder quiere ocultar, tiene que seguir existiendo. Sólo así podremos llamarlo periodismo. Personas como David y Roberto son las que engrandecen esta profesión, aunque sea ahora mismo un pobre consuelo para sus familias.