N vida fui un indeciso, algo inconveniente para quien aspira a gobernar la República. Hoy soy solo un fantasma decapitado que ha comprendido demasiado tarde que ser ambicioso -y yo, Pompeyo el Grande, lo fui- de poco sirve para triunfar si no sabes elegir con seso los aliados, las alianzas y los tiempos.

Incluso para cambiar de bando hay que intuir cuándo conviene, elegir bien el momento -ni un día antes, ni un día después- y tener la habilidad de explicarlo de manera convincente para que todos piensen que era algo necesario, que la salud de la República lo exigía.

Sostiene Cicerón, que también es ahora un fantasma sin cabeza, que llegado para uno el trance de mudar de aliados, es preciso que no se perciba en ti vergüenza alguna por la traición a los socios, a los pactos o a ambos. Ese es el principio fundamental de la política: los otros son siempre los traidores, uno solo actúa movido por el interés público.

La sombra de Catilina, siempre inquieta, murmura que lo ideal es carecer de vergüenza, porque nada muestra más la debilidad de un político que el que se perciba su incomodidad por sus acciones poco honrosas. Desde luego él nunca tuvo vergüenza ni estuvo incómodo por nada de lo que hizo. Era audaz, temerario y hasta tenía un pico de oro, pero le fallaron los amigos, que eran buenos para las juergas pero flojos para las rebeliones. Catilina olvidó que no conviene mezclar el placer con la revolución.

Personalmente, a mi nunca se me dio bien simular coherencia ni convencer con la oratoria. En eso me parezco a muchos de vuestros dirigentes de hoy, que apenas saben hablar en el Foro y se limitan a leer invectivas contra sus rivales, encima casi siempre escritas por terceros. En mis días la mayoría de ellos no habrían pasado de Tribunos encargados de las letrinas, pero ahora los elegís a veces de gobernantes y así os va.

La mayor ventaja de ser un fantasma es que te ahorras los disgustos de la política, pues muerto ya nada te afecta como antes y ves las cosas con más ecuanimidad. Es una pena que haya que convertirse en sombra para recobrar el sentido común. Aunque de poco sirve, pues siendo un espectro tampoco puedes dar consejos a nadie; no te ven ni te escuchan.

En política, incluso cuando ya has ganado puedes perderlo todo en un momento, como le pasó a mi rival César por fiarse de la familia. Siempre hay un Bruto en cada casa dispuesto a apuñalarte mientras proclama su amor filial. O un mal consejero entre quienes te rodean, capaz de llevarte a la ruina. Bien lo sé yo, que tuve Roma en mis manos y que acabé metido en una guerra civil absurda por culpa de cuatro ancianos envidiosos.

Al final fui decapitado por orden de uno que creía mi aliado, un jovenzuelo soberbio y con larga coleta con pretensiones de ser un divino Faraón, que quiso agradar a César ofreciéndole mi testa como presente dentro de una vasija con miel. De nada le valió a aquel niñato el regalo, pues César sabía que en política los traidores siempre reinciden. Por ello, no esperó a su siguiente cambio de chaqueta y ordenó envenenarlo y tirarlo al Nilo.

Ahora su fantasma deambula entre las demás sombras, agitando su coleta mientras corre como loco perseguido por el espectro de un cocodrilo, animal que seguramente se envenenó al comérselo. La justicia de los dioses tiene, según Cicerón, un puntito de ironía ya que en Egipto el cocodrilo es, como el joven faraón, un dios. Así que se hacen divinamente eterna compañía.

En vuestra época ya no está de moda cortar físicamente la cabeza a un rival, ni regalarla a un aliado para adornar la casa. Para estas cosas os habéis vuelto muy finos. Pero en realidad seguís cortando cabezas a mansalva, aunque de otra forma.

La exigencia de decapitación en política y en otras áreas de la vida económica, cultural y social se ha transformado hoy, ya sin sangre ni vísceras, en una demanda social, nacida de la necesidad mediática de mantener las audiencias de la programación: como al público nada le gusta más que una buena escabechina, cortemos por lo sano. Si algo es políticamente incorrecto o no sale como se pretendía, lo primero es exigir que rueden cabezas.

Sea real o inventado un nuevo escándalo, lo primero se pide el cese, la renuncia, la dimisión o la destitución de alguien para quitarlo del medio o para dejarlo a los pies de los caballos y luego machacarlo. No se analizan antes los hechos, su realidad, sus causas, los errores cometidos y, solo luego, se exigen responsabilidades personales si las hubiera. Primero se exige la cabeza de alguien y luego ya se verá si se analiza el caso o se pasa a la siguiente noticia. Generalmente, es esto último. La rueda de escándalos debe continuar pues es muy rentable.

Con semejante proceder, muchas veces las cabezas que ruedan nada tienen que ver con el caso o son secundarias, y las de los responsables reales de los problemas siguen en su lugar. La fiebre de decapitar primero y analizar después crea una suerte de justicia-espectáculo que satisface el morbo público, que condena sin haber enjuiciado ni permitido defensa a los tenidos a priori como responsables de algo, que se convierten en culpables por designación mediática. Habéis reinventado la presunción de culpabilidad, algo que en Roma solo promovieron Sila y Calígula.

La sombra de Cicerón me dice que el fantasma de un escritor britano llamado Lewis Carroll, famoso en vuestros días por su cuento sobre una tal Alicia, cree que vivís en los tiempos de la Reina Roja. Una época en la que nadie está a salvo de no ser el siguiente decapitado mientras ella, convertida en vuestra personificación de la Justicia, elige al azar a su víctima y grita desaforada ¡que le corten la cabeza!

Prefiero la vieja Roma, al menos en ella te decapitaban por motivos más personales y comprensibles, como el odio o la ambición. Pero nunca por aumentar una cuota de pantalla.

* Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019