O que sucedió en Washington con el asalto al Capitolio por parte de una muchedumbre dirigida por un fantoche con cuernos no debería sorprender a nadie. Hecho poco conocido, pero no menos revelador, es el intento de un grupo de radicales alemanes de extrema derecha de ensayar en Berlín una toma del Reichstag. Los revoltosos llegaron hasta la escalinata, la ocuparon y, antes de ser desalojados por la policía, se hicieron fotos de grupo y selfies que después subieron a Internet. Un provocador gesto de desconfianza hacia las élites dirigentes, y de paso un guiño de mal gusto al estilo de otros tiempos que creíamos extintos, pero que en realidad nunca se fueron y siempre han estado ahí, como una mancha que emborrona el telón de fondo de la historia europea. Después de su flash-mob en el Reichstag, los revoltosos se dirigieron a la embajada de Rusia para concentrarse ante sus puertas. Pero no para hacer escraches, sino para dar vivas a Vladímir Putin.

¿Están todos estos desórdenes instigados por la inteligencia rusa? A nadie le interesa. Más importante es comprender lo que significan desde una perspectiva global. A lo largo de este aciago año 2020, gobiernos y administraciones públicas se han visto tan desbordadas por la gestión del covid-19, que no han tenido la oportunidad de ocuparse de otros problemas que afectan a la seguridad interior y la estabilidad de nuestros ordenamientos sociales y políticos. Muchos dirigentes incluso dieron por hecho que las medidas reguladoras -confinamientos, restricciones de movilidad, toques de queda- aportarían al sistema un elemento estabilizador que por sí solo inhibiría el despliegue de actividades delictivas y terroristas. Al quedarse en casa, los revoltosos perderían no solo la ocasión de hacerse notar, sino también las ganas de dar rienda suelta a su destructiva rebeldía y sus fobias antisistema.

Evidentemente quienes pensaban así se equivocaban. No es tarde para enmendar errores. Urge llevar a cabo un proceso de reflexión acerca de lo que sucede en el mundo, más allá del postureo de los comités de expertos y esos dispensarios en los que, en presencia de cámaras de televisión y fotógrafos de prensa, se administran con mediática fanfarria las vacunas de Pfizer y Moderna. Las grandes tendencias geopolíticas que acaparaban nuestra atención antes del mes de febrero de 2020 siguen estando ahí. Una de ellas, la del radicalismo islámico, ha venido para quedarse. La derrota del Daesh y el desmoronamiento del Estado Islámico no ha hecho más que dispersar sus efectivos por todo el Oriente Medio con un fenómeno de irradiación al resto del mundo, principalmente Europa Occidental. De hecho, Francia ha desarticulado dos atentados islamistas a lo largo de 2020.

Da la impresión de que Emmanuel Macron, en respuesta a la conmoción causada por el caso de las caricaturas de Mahoma y el asesinato del profesor Samuel Paty, es el único que trabaja en el ámbito de la lucha antiterrorista. Los alemanes tampoco se quedan atrás. Una serie de noticias publicadas hace poco por su órgano de difusión exterior, la emisora de radio Deutsche Welle, se hace eco de un fenómeno perturbador: el recrudecimiento de la violencia extremista de origen religioso en varias zonas del planeta. Al menos 37 soldados del ejército sirio, que volvían a sus casas para pasar las vacaciones de Navidad, murieron durante un ataque de yihadistas. En Níger, las acciones armadas de grupos extremistas islámicos se han cobrado ya más de un centenar de víctimas mortales entre los habitantes de dos poblaciones, sin que la policía ni las tropas del gobierno hayan sido capaces ni siquiera de averiguar la autoría de los atentados.

Este modus operandi, sin reivindicaciones ni manifiestos ideológicos, es típico de los militantes del Daesh, sin que se pueda precisar si se trata de una organización sucesora o de los restos dispersos del Califato tras su derrota en 2016. En cualquier caso el peligro está en el aire, y sería insensato seguir pasándolo por alto. Deutsche Welle -que seguramente elabora sus noticias basándose en informes difundidos por los servicios secretos alemanes, siempre atentos a todo lo que sucede en el Oriente Medio y Norte de Africa- continúa informando acerca de otras cuestiones del mayor interés. Entre ellas, la más que plausible persistencia de las redes de suministro del Estado Islámico, basadas en una red informal de traficantes de antiguos stocks de armamento del ejército de Saddam Hussein así como proveedores de bienes duales que, con un poco de imaginación e instrucciones bajadas de Internet, se pueden convertir en armas, explosivos y soldada para la tropa: empresas de jardinería, ferreterías, tiendas de electrónica y teléfonos móviles, locutorios y servicios de transferencia de dinero, etc.

Toda esta serie de noticias culminan en una inevitable reflexión que se hace el mismo medio alemán: ¿hasta qué punto Estado Islámico, o más concretamente sus organizaciones herederas, suponen todavía un peligro? La respuesta, inevitablemente condicional, a un interrogante complejo es que el Daesh se encuentra debilitado y no podrá recuperar el brillo y el dinamismo de sus mejores tiempos. Sin embargo, la existencia de todos esos activistas que operan por cuenta propia constituye una amenaza considerable, en la que el carácter imprevisible de las acciones compensa la pérdida de potencia de fuego tras la derrota en el campo de batalla. La mayor parte de los atentados son cometidos por grupos pequeños o lobos solitarios (París, Niza, Viena o Dresde). El reclutamiento sigue llevándose a cabo por los mismos canales de antes, a través de páginas web y videos sensacionalistas en Youtube.

El coronavirus tiene solución: mejores vacunas, buena gestión pública, algo más de responsabilidad individual por parte de la ciudadanía€ Pero pensar que los problemas acaban ahí no es una opción realista. El radicalismo es uno de esos cadáveres que aun gozan de buena salud, tanto de puertas adentro como en la periferia. Los gobiernos occidentales deben interiorizar la noción de que en la época posterior al covid-19, su mayor reto no va a ser gestionar el comportamiento de un patógeno, sino el de un elemento humano imprevisible: individuos mostrencos y antisociales con ganas de asaltar parlamentos o cometer atentados cutres, pero mortíferos, en pro de ideales políticos o religiosos mal entendidos. Contra Buffalo Bill y el Daesh no hay vacuna que valga.