punto de publicarse el Monitor Fiscal semestral del Fondo Monetario Internacional, su página web oficial nos adelanta su principal mensaje: "Los gobiernos han de apostar por la inversión pública, cuantiosa, ágil, rápida y de calidad, para contribuir a la recuperación, creación de empleo y fortalecimiento de la resiliencia ante la crisis". Sostienen que un aumento del 1% del PIB como consecuencia de la inversión pública, generaría un 2,7% de incremento total, un 10% en la inversión privada y un 1,2% en el empleo. Inversión de calidad supone acertar en proyectos de interés general y viables, su puesta en marcha inmediata, un esquema de financiación específico para cada iniciativa de supuesta viabilidad esperable, control de su gestión con acelerada simplificación normativa, evitar y sancionar desviación de fondos, evitar el gasto y despilfarro burocrático acompañante, respuesta compartida de la iniciativa privada en adecuación a los estímulos movilizados y medidas especiales de ejecución de los proyectos priorizados.

El FMI, que no siempre ha apoyado o animado a acometer este tipo de apuestas de futuro, aclara que sus proyecciones son válidas dado el estado de incertidumbre en el que nos encontramos a nivel mundial, el abaratamiento de la deuda global, siempre que la disciplina fiscal y financiera, país a país, gobierno a gobierno y de las empresas tractoras que se impliquen, no menoscaben la respuesta esperable y creíble de los agentes asignados.

Este posicionamiento oficial responde de manera alineada a la reciente intervención de su directora-gerente, Kristalina Georgieva, con ocasión del 125 aniversario de la Escuela de Economía de la LSE en Londres, su alma mater. Partía de recordarnos el carácter excepcional de lo que estamos viviendo: la caída de la actividad económica (segundo trimestre de 2020) como consecuencia del cierre, durante semanas, del 85% de la economía mundial. Estima que la recuperación será "un largo camino cuesta arriba, desigual, parcial, con tiempos y puntos inadvertibles en un marco de extrema incertidumbre". En este escenario, no solo justifica un endeudamiento excepcional, políticas de apoyo público (fiscal y monetarias), sino que advierte del peligro de una retirada prematura de las ayudas e intervenciones públicas, recordando que la desigual situación de partida de los diferentes países y economías ha llevado a que los países avanzados opten por hacer lo que sea necesario€ y los menos desarrollado por lo que sea posible. Unos y otros, en defensa de la salud de las personas, la protección del mínimo gasto social que posibilite la supervivencia de empresas y trabajadores y, de una u otra forma, intentando transitar hacia un futuro estructuralmente diferente, hacia una economía que, adjetivos al margen, habrá de ser necesariamente otra ante la amenaza de "un retroceso generalizado de la mejora en las condiciones de vida". Estará en nuestras manos evitar, en el tiempo, dicho deterioro.

Así las cosas, parecería razonable (pese a que la deuda mundial se sitúa en el entorno del 100% del PIB), redoblar esfuerzos en las políticas de inversión pública (sobre todo) y su impulso acompañante desde las empresas tractoras y en el método para la asignación prioritaria de proyectos ante fondos disponibles (en nuestro caso, los de la UE, y propios), atendiendo a necesidades reales, evitando la paralizadora burocracia alarmante, huyendo de las etiquetas demagógicas que presionan hacia capítulos de gasto con escaso efecto tractor. No vale todo y tan importante como la selección de iniciativas lo es el instrumento, mecanismo de gestión y fin perseguible. Optar por satisfacer a todos con repartos per cápita, por la fuerza mediática o el lobbismo de ocasión supone errar en la oportunidad.

La pandemia, como cualquier catástrofe, por definición no prevista, pone en marcha situaciones y mecanismos de excepcionalidad para ofrecer respuestas ágiles que, desgraciadamente, desaparecen una vez vuelta la "normalidad". De esta forma, la temerosa actitud y desconfianza ante quienes han de decidir una determinada elección, asumiendo riesgos inevitables, imprescindibles en una adecuada respuesta a las necesidades del momento, no puede distorsionar el buen uso de esta deuda que habremos de pagar a futuro. Cuando se dispone de instituciones democráticas, sujetas a control ordinario legitimado para su ejercicio, parecería razonable conceder la confianza imprescindible para desempeñar un papel que exige toma de decisiones ágiles adecuadas a los objetivos que se proponen. Los filtros deberían ser claros, el proceso de toma de decisiones debidamente explícito y concreto, y que muestre su coherencia estratégica con las transformaciones deseables, más allá de etiquetas o grupos de interés. Sería el aval de "calidad" que parece sugerir el FMI, nada diferente al "control de los hombres de negro" que de una u otra forma exigen los frugales en el uso de fondos europeos, o los ciudadanos a cualquier gobierno.

La mencionada inversión pública no debe traducirse, en exclusiva, en infraestructura y obra pública tradicional. Inversión, sí; gasto, no sería la mejor de las interpretaciones posibles a considerar. Otros muchos proyectos no solo no son incompatibles, sino favorecedores y aceleradores de los resultados, a largo plazo, esperables por la transformación verde, la economía circular, la transformación digital y tecnológica, la "reconversión de la infraestructura de centros/hospitales demandada", o de la "modificación radical" de las aulas, o de los "centros físicos" para nuevos mapas sanitarios, socio-sanitarios o servicios comunitarios, innovadoras infraestructuras culturales y "reinvención del espacio público" adecuado para nuevas culturas de ocio, por no mencionar la reconversión urbana, de oficinas y vivienda, o los sistemas de telecomunicaciones para todos, atendiendo a cambios demográficos, incorporación de la tecnología, avances en la atención a las personas, formación, educación y el propio sentido y concepto del trabajo, además de la movilidad y los valores medio ambientales, sociales o culturales que habrán de impulsarse. No estamos hablando de invertir en ladrillo como contraposición de "invertir en personas". Se trata de invertir en país, de generar las condiciones y contexto adecuado para el desarrollo económico y social, la cohesión territorial y la competitividad indispensables para garantizar un bienestar inclusivo y sostenible. Las viejas teorías keynesianas (más actuales que nunca), anticíclicas, parecen vigentes (incluso en el FMI). Es momento de decisiones extraordinarias (sensatas, pero extraordinarias).

Desde "los grande problemas infraestructurales de Bizkaia" de los primeros años 80, la "Euskadi del 93" o "Euskadi XXI", por citar algunos planes vertebradores de la transformación en su momento, Euskadi ha sabido apostar por la infraestructura (física e inteligente) como acelerador del desarrollo y bienestar, anticipando un futuro deseable, conjugando demandas y necesidades sociales con una apuesta de cohesión social y territorial, competitividad solidaria y liderazgo transformador al servicio de las personas. El binomio sociedad-economía ha venido acompañando el "modelo vasco de desarrollo inclusivo" tanto en momentos de escasez como en aprovechamiento de tiempos de suficiencia aparente (nunca existen recursos suficientes parra todas las demandas y necesidades sociales).

La covid-19 ha incrementado incertidumbre y brechas de la preexistente desigualdad, pero también nuevos espacios de oportunidad y líneas de futuro. Inversión pública es, también, cambiar actitudes y consideraciones de gasto. "Invertir" en salud y servicios sociales, por ejemplo, y no "gastar" en ellos. La consideración de la salud, también como generador de riqueza y prosperidad, contemplar el "amplio mundo de las ciencias de la salud", la innovación y gestión de la salud, invertir en la mejora y desarrollo de las condiciones preexistentes, la investigación asociada a evitar la enfermedad, a prevenir y garantizar mejores condiciones de vida. Invertir no en la réplica de modelos, prácticas y perfiles profesionales preexistentes, sino en transformaciones radicales. Esto es inversión pública. La integración y la inclusión social son, sin duda, elementos esenciales en la generación de sociedades más cohesionadas, facilitadoras de sentido de pertenencia, confianza mutua (entre la colectividad y ésta con sus instituciones), mitigación de la marginación y de la exclusión y, también, una oferta y oportunidad de movilidad (física y en el llamado "ascensor social"). No, no es cuestión de inversión pública asociada en exclusiva con infraestructura física o de priorizar el ladrillo y el suelo, es cuestión de invertir, desde el protagonismo público y el impulso y acompañamiento privado, en el bienestar, empleo y riqueza de la gente. Es tiempo de invertir en futuro, de asumir determinados riesgos que no son absolutamente predecibles pero que, estimamos transformadores de un país que quiere un redoblado esfuerzo de bienestar para una sociedad que, de una u otra forma, será diferente a la actual en un mundo, también, algo diferente al que vivimos.

Aceleremos la recuperación. Provoquemos resultados deseables y esperables. Es el momento de redoblar imaginación en la nueva inversión pública, verdadero motor de la transformación y apuesta diferenciada de futuro. Aprovechemos esta gran ventana de oportunidad. Lejos de centrarnos en gestionar los recursos del presente, esforcémonos en crear otro futuro. La inversión pública y su consecuente interacción con la iniciativa privada constituyen ejes esenciales vertebradores de la tan necesaria visión transformadora. Un buen momento para esfuerzos e iniciativas extraordinarias. Ya llegará el día en el que decidamos sobre la siempre necesaria imaginación innovadora para acordar la restructuración global de las múltiples deudas soberanas. Entonces, habremos superado la excepcionalidad, mitigado los negros nubarrones de hoy y fortalecido las bases de un mundo diferente y mejor.