UÉ extraño país este en el que los republicanos resultan monárquicos y la escoria social, con o sin micrófono al morro, defiende una monarquía como seña de identidad de clase por una turbia elegancia social que tiene más que ver con el rechazo de la disidencia y de la izquierda que con creer en la institución de la monarquía. Son los mismos que han callado o alentado el saqueo nacional de las últimas décadas en manos de gobernantes de la derecha y de los hampones a su sombra. Y no solo eso, sino que medios de comunicación de extrema derecha se ensañan en la publicación de noticias relacionadas con las penosas andanzas del rey emérito. Se entiende mal, pero como pieza del esperpento nacional, sirve.

Para momento turbio este que estamos viviendo. Si ha sido el gobierno de coalición el que ha trasladado de residencia al rey emérito, debe dar cuenta de eso de inmediato en sede parlamentaria, no basta una rueda de prensa, más mendaz que otra cosa. Debe explicar los motivos de esa actuación. Porque, atención, no es exilio, no es fuga, es traslado.

A mandangas no hay quien nos gane, desde el Concilio de Trento, donde los españoles dejaron huella de hasta donde se podía llegar a base de palabrería y de retorcer lo más simple para hacerlo complejo, oscuro, inabordable o surrealista avant la lettre. Ese traslado, a lugar ignoto a día de hoy, es de esa estirpe, porque impide, blinda mejor, el hacer público los verdaderos motivos de toda esta maniobra política cuyo fin último se me escapa. No sé si se trata de eludir pesquisas judiciales o de blindar la actual monarquía como institución inamovible y definitoria del Estado. ¿Un escandalazo como este que vivimos entre la ira de vario signo y el asombro puede poner en tela de juicio el modelo de Estado? Lo dudo, por mucho rumor de Fronda republicano que haya, que no me parece suficiente, en la medida en que, como he dicho, los que deberían ser republicanos, son monárquicos de ocasión, y la presión mediática sobre una población desconcertada, que es mucha, y vota atemorizada.

En estas circunstancias lo que se hace viral es el moño de Pablo Iglesias. Resulta preferible hablar del moño del vicepresidente de gobierno que hacerlo de un cambio de régimen, de un referéndum constitucional que llegará tarde o temprano, salvo que se impida por la fuerza.

Resulta esperpéntico que los títeres que obligan la escena sean una dama de industria (aventurera también se decía antes) y un policía corrupto hasta las cachas, amo de las cloacas del Estado durante años, convertidas en un negocio mayúsculo. No voy a señalar los escapes de plastilina de este naufragio porque son de sobra conocidos y asoman a diario en un baile de millones, jeques, delincuentes de todas clases y amos de la camorra... Chapapote de primera que dudo mucho el aparato judicial sea capaz de limpiar. La cuestión es otra y no pasa por el moño de Pablo Iglesias ni por las trampas del tándem Corinna Larsen/Villarejo.

Tan patriota es un republicano como un monárquico, por mucho que los argumentos de los cortesanos del humo mediático pasen ahora por hablar de buenos y malos españoles, con tal de no hacerlo de la realidad de las trapisondas reales y sus trastiendas.

No se trata de tumbar a la monarquía, sino de votar y esto no lo veo fácil ahora mismo. El encono social engordado durante la pandemia no sé si es el mejor clima para votaciones de ninguna clase. A no ser que aparezca el Potemkim por el Manzanares, algo que dudo, por mucha ayuda que pueda prestar Cornejo, el de las películas; y el asalto al Palacio de Oriente no fue posible, por fortuna, ni el 14 de abril de 1931, gracias a los socialistas que impidieron el previsible saqueo. No hay partidos de verdad republicanos en España. ¿O sí? Me refiero a una Izquierda Republicana, por ejemplo. Me temo que el sentimiento republicano es minoritario y más tibio que otra cosa. Ni siquiera estoy muy seguro de que el mismo Iglesias lo tenga a tiempo completo, sino según convenga. Y entre tanto, el debate del modelo de Estado puede esperar... sentado.* Escritor