NA vez superado el primer periodo de este confinamiento y encubierto toque de queda, me he atrevido a desgranar algunas reflexiones que me han llamado la atención. Algunas han sido explicitadas por sesudos tertulianos y otras han pasado por su cedazo analítico como gato por ascuas.

He advertido una sibilina centralización del Estado, que junto a la no menos sagaz militarización, siguen agazapadas en el endémico ADN hispano, dispuestas a asomar tras la esquina de cualquier oportunidad. Ha reaparecido un buenismo difuso, de honda raigambre tradicional católica, más cercano a la caridad que a la justicia, cuya manifestación más visible son los aplausos a los sanitarios a las ocho de la tarde. Me sumo a ellos, pero creo que los ovacionados agradecerían más otros galardones: salarios dignos, ratios proporcionadas y tiempos decorosos de consulta, adecuada atención primaria, hasta ahora bajo la espada de peligro; contratos indefinidos, aumento de plantillas y menos temporalidad y privatización de los servicios.

De nuevo ha saltado a la palestra la polémica que desde hace años late en el ambiente: control-seguridad versus privacidad-libertad. Me huele que esta pandemia va inclinar definitivamente la balanza a favor del primer polo de la dicotomía, produciéndose una decantación que beneficie las tendencias autoritarias e intervencionistas.

No menos sorpresiva ha sido la falta de previsión in puris naturalibus frente al coronavirus, una constante histórica, a pesar de la existencia de informes científicos que estaban en posesión de los gobiernos y alertaban de la probabilidad inminente de pandemias.

Tampoco me ha extrañado la inmensa sabiduría de los pertinaces tertulianos televisivos y radiofónicos reconvertidos en expertos virólogos, que se atreven a criticar a diestro y siniestro y a emitir soluciones de consagrados peritos en la materia.

Nunca había visto como hasta ahora escudarse a los políticos bajo el paraguas de los expertos y científicos después de haber recortado durante años los presupuestos de investigación. Espero que en lo sucesivo no cunda el ejemplo previo, pero me temo que en este como en otros asuntos la memoria sea extremadamente frágil.

No es ninguna novedad que no se haya consultado a los historiadores para suministrar haces de luz en la memoria del túnel. ¿Para qué? Son unos pobres escudriñadores de un pretérito que no interesa en este mundo totalmente mercantilizado. Pero, en realidad, son arúspides del futuro, cuando ven que se cometen los mismos errores del pasado.

La pandemia ha demostrado la malignidad de la deslocalización de empresas y la sinuosidad del mercado, de manera que una simple mascarilla ha desmontado la insensatez del beneficio inmediato, la carencia de los productos más perentorios, la diversificación del tejido industrial, su excesiva especialización y pobre ductilidad. Se han silenciado a unos profesionales, que están dando el callo en una tarea silenciosa y nada agradecida: los maestros y profesores. Sospecho que algunos padres se habrán percatado en esta obligada reclusión casera de la difícil tarea de educar a más de 30 alumnos por aula, hijos e hijas de distinto padre y madre.

No he visto a ningún político neoliberal que haya pedido perdón por las consecuencias nefastas de sus políticas de privatizaciones y recortes, aplicadas a necesidades básicas como la educación y la sanidad. Por el contrario, esta desgraciada coyuntura ha puesto de relieve la necesidad de contar con unas políticas públicas bien dotadas y eficientes. Todas las pandemias son selectivas, cebándose preferentemente con los más vulnerables. Pero cuando el virus también ataca a los pudientes, se activa toda la maquinaria de lucha frente a él en todos los ámbitos. Así ocurrió con motivo de la plaga antonina del siglo II d.C. ante la que sucumbieron dos emperadores, Lucio Vero, en el año 169, y su sucesor, el gran Marco Aurelio, figura representativa de la filosofía estoica, en el 180.

He leído y escuchado declaraciones rusonianas sobre la optimista salida a esta situación. Apuntaban a que asomaba una nueva era y una sociedad mejorada. Casi auguraban una utópica edad dorada, como la humanidad ha soñado cíclicamente desde la antigüedad y resonaba en el Quijote. En virtud de experiencias pasadas -sería feliz al equivocarme-, creo que la memoria es muy quebradiza y posiblemente volveremos a las andadas. Incluso la tan ansiada solidaridad internacional cual flor de pino se disipará en el aire de algún ventajoso negocio farmacéutico. Recuerdo a este respecto a un jesuita que siempre advertía: "Estamos mal, pero tenemos la esperanza de estar peor". Tras la epidemia de 1918 vino el derroche de la belle époque y se incrementaron las propensiones fascistas.

He dejado para el final el análisis más detallado de una artimaña o argucia, que desconozco si está cocinada también por los gurús neoliberales, reconocidos especialistas en fomentar el individualismo, la competitividad y la desmovilización para infiltrar de manera sutil su ideología en los poros del cuerpo comunal. Carlos Rodríguez, un periodista gallego, la ha denominado "la trampa de la distancia social".

A la pregunta de un estudiante sobre el primer signo de civilización de la humanidad la famosa antropóloga Margaret Mead le contestó que había sido el de un fémur roto y curado. Ante la cara de asombro del discente Mead le explicó. En el reino animal, si rompías una pierna, morías, pues no te podías mover, no podías huir del peligro, ni ir al río a beber ni buscar comida. Ningún animal sobrevivía a una pierna rota el tiempo suficiente para que curase el hueso. En cambio, un fémur roto y curado evidenciaba que alguien había vendado la herida, había llevado al accidentado a un lugar seguro, le había dado de comer y lo había cuidado. Según Mead, ayudar a otra persona en momentos de dificultades era el punto donde había comenzado la civilización.

Se ha hablado mucho de la "distancia social", cuando en realidad deberíamos referirnos a la "distancia física" con el fin de evitar el contagio del covid-19. La primera es dañina e innecesaria, la segunda, beneficiosa y obligada en esta tesitura. Esta no es una cuestión puramente semántica, pues está relacionada con los valores que el neoliberalismo, a mayor gloria del lucro, pretende inocularnos: individualismo, competitividad y ruptura de los vínculos comunitarios.

La mayoría de nosotros procedemos, en primera o segunda generación, de una cultura cooperativa, en que las principales actividades se realizaban en auzolan, en vereda (Navarra) o en concello (Galiza y Asturias). La siega, la vendimia, la recogida de cosechas, la maja, la matanza del cerdo o txerriboda, el pastoreo, el arreglo de caminos, fuentes, puentes, etc. precisaban de ayuda mutua. Mostraban y creaban lazos de comunidad y tejían hilos de vida comunitaria. Estas actividades han sido atacadas, incluso con normativas legales, con el doble objetivo de que no se realicen fuera del mercado global y de que fomenten nudos de solidaridad y resistencia. Por una vez, y sin que sirva de precedente, habría que acudir metafóricamente a lemas propagandísticos de algunas multinacionales: "Cada uno en la República de su casa y Amazon en la de todos".

En conclusión, deberíamos mantener la proximidad social, los afectos. Abracémonos tecnológicamente a distancia y, cuando pase la pandemia, recuperemos los mejores valores de la comunidad. No aceptemos acríticamente las propuestas de alejamiento social. Nadie es totalmente autónomo. Sin ayuda no viviríamos. La necesitamos al nacer, a lo largo de nuestra vida y en la muerte. En el mercado no se compran los afectos y los cuidados son los que sostienen la vida y las sociedades. Ni guardiacivilizados ni domesticados, seamos civilizados y cuidémonos socialmente entre todos y todas.

* Historiador