lA amenaza yihadista todavía es una amarga realidad. La posibilidad de que algún hombre, sobre todo, o mujer, sea seducido por los portadores de esta semilla de perversión y oscurantismo integrista, sigue dominando la escena del viejo continente. Y, aunque no nos sirva de consuelo, los horrores son aún peores en otros lugares y países, donde las bandas o los grupos armados muestran con mayor terror su soberbia y su fanatismo (desde Afganistán, a Nigeria o Malí). Pero el efecto tan dañino que provocan en la convivencia en Europa, sin duda, no nos ayuda a entender mejor esta cruda realidad.

Muchos de estos terroristas mueren en sus vanas acciones, y digo vanas porque es imposible que sus actos sean los de auténticos muyahidines y que vayan a ese espacio del cielo reservado a los guerreros del islam. Como en todas las religiones, hay metáforas que no deben entenderse de forma literal. Es imposible que Alá justifique arrebatar arbitrariamente la vida a otro ser humano y hacer de ello un acto noble. La verdadera yihad no es la que se busca con la espada sino con la comprensión mayor de uno mismo. Ningún dios puede mandar el mensaje de sacrificar la vida de sus propios creyentes de esta manera, porque va en contra de la propia creación, al renunciar a una existencia larga y plena.

Por desgracia, la situación es esta. Muchos cientos de creyentes islámicos son atrapados por un discurso ultramontano y nihilista que empuja a algunos de ellos a cometer actos horrendos. Muchos son gentes desarraigadas, no necesariamente fervorosos creyentes en su origen, en su mayoría jóvenes confundidos o maltratados socialmente, que son fácilmente manipulados en aras de enarbolar esta llama incandescente de violencia y fanatismo. Hace ya unos días fue Usman Khan, de 28 años de edad, quien decidió actuar como un lobo solitario. Ya fue condenado en 2012, junto a otros individuos, por intentar colocar una bomba en la Bolsa de Londres en nombre de Al-Qaeda. Esta vez, su ataque, que provocó dos muertos y tres heridos, fue reivindicado por el Estado Islámico.

Tras el fallido atentado de la Bolsa, fue condenado a prisión indefinida. Debía cumplir, como mínimo, ocho años de prisión. No obstante, en diciembre de 2018, pasó automáticamente al grado de libertad condicional vigilada, sin que hubiese ninguna revisión judicial del caso. A diferencia de otros, estando en prisión empezó a desradicalizarse y pidió ayuda para completar el proceso. Pero este asesoramiento no llegó. Tras su liberación, se pensó que Usman podía ser un ejemplo para mostrar la rehabilitación en prisión de los presos extremistas y el Instituto de Criminología de la Universidad de Cambridge le invitó a dar una charla en el Fishmonger's Hall, un edificio histórico situado en el epicentro de la City londinense, con abundante concurrencia de gente. Se equivocaron. Cuando pergeñó su atentado portaba, como ya ocurriera en 2017, un falso chaleco bomba, a modo de disuasión, y dos cuchillos. Y ahí, en el mencionado edificio, comenzó la tragedia. Posteriormente, salió y fue abatido por dos disparos de la Policía, en el London Bridge, tras un forcejeo con varios transeúntes, que impidieron que la matanza fuera mayor.

Poco después, en una de calles comerciales de la ciudad holandesa de La Haya sucedía un hecho similar. Un individuo provocaba una ola de pánico saliendo de una tienda e hiriendo a tres menores. Luego, echó a correr. Finalmente, el agresor, de 35 años, fue detenido en su domicilio. Se desconocen sus motivaciones y su identidad. No se quiere hacer una publicidad excesiva de los hechos para evitar, de este modo, que los yihadistas puedan convertirlo en un elemento propagandístico de primer orden, como ya han hecho antes. Es la reacción más difícil y compleja en la que estamos sumidos, sin menoscabar el dolor de las víctimas, para evitar que inspiren a otros Usmanes. No hay duda de que estos dos atentados son el temible recordatorio de que no hay una cura definitiva para el fanatismo. Debemos estar prevenidos.

En la sociedad es fácil matar. Ya no es necesario ni tan siquiera portar un arma de fuego o acceder a un explosivo, sino contar con un arma blanca, como sucediera en los territorios palestinos, con la denominada Intifada de los cuchillos. Solo hace falta tener voluntad. El arma es indiferente pues la inventiva del asesino es temible (aviones, coches, agentes químicos, cuchillos, etc.). Organizar células terroristas es evidente que entraña más dificultades y precisa un grupo de personas dispuestas. Su ausencia expresa la buena labor de prevención de los servicios de seguridad europeos. Sin embargo, más difícil y, a veces, más indetectable, son quienes actúan en solitario, lo que sin embargio no es óbice para seguir ahondando en las causas que provocan tales actos homicidas y en mantener activos todos los protocolos de seguridad y prevención posibles para erradicar la raíz del problema, incluidas la de los valores democráticos.

Es una lucha cuya complicación estriba en que hay quienes utilizan la bandera del islam como instrumento de crueldad. Pero eso no es el islam, no buscan en la religión un modo de construir un mundo mejor, sino de generar odio, temor y confusión. Tampoco se trata de una lucha del bien contra el mal, ni tan siquiera un choque de civilizaciones, aunque haya quienes aprovechen estos actos de una forma frívola y taimada para responsabilizar a la inmigración y a los musulmanes, y enarbolar un discurso xenófobo o islamófobo, cuando la amenaza del yihadismo asesino es compartida y nos afecta a todos por igual. Debemos asumir que vivimos en un mundo global y complejo, las sociedades son cada vez más plurales y multiculturales y ese mestizaje es visto por algunos como una perversidad, pero no lo es, nos enriquece. Los extremismos, en todo caso, son igual de nocivos y corrosivos provengan de donde provengan; y el civismo, el respeto y la tolerancia son nuestras mejores armas.