EL pasado 9 de octubre el ejército turco inició una ofensiva en el norte de Siria para “limpiar la zona de terroristas”. Al menos, esa ha sido la excusa del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. Al igual que sucedió tras la Segunda Guerra Mundial (con la redefinición del mapa de Europa), Turquía aprovecha este contexto confuso para redefinir no tanto las fronteras como su seguridad exterior. Es difícil saber si la decisión se estaba rumiando hace tiempo o es un golpe de efecto del presidente turco para recuperar el favor de la opinión pública ante el deterioro de su imagen. Ahora bien, la intervención en el norte de Siria puede provocar consecuencias desastrosas en una zona ya muy maltratada por la guerra. ¿Es que nadie piensa en los civiles que pagarán los efectos de esta nueva crisis? Erdogan anunciaba con orgullo, en Twitter, el inicio de la denominada, melifluamente, operación Manantial de Paz contra los integrantes del PKK y las YPG y el Daesh.

El objetivo, según Ankara, es destruir las bases de los terroristas y evitar dañar a la población civil. Pero los primeros ataques con fuego de artillería y aviación se dieron en cuatro puntos, las localidades de Kobane, Ras al Ain, Tel Abyad y Qamishly y, a pesar de ese cuidado que se ha querido tener, ya se han contabilizado varias bajas civiles y el fuego ha afectado al hospital de Ras al Ain, que ha tenido que enviar a sus pacientes a otros centros. La respuesta del otro lado de la frontera tampoco se hizo esperar, bombardeando las localidades turcas de Nusaybin y Ceylanpinar. Y, paralelamente, miles de civiles se han desplazado hacia el interior huyendo de la violencia. Asimismo, la ONU ya había advertido que retiraría a su personal en el caso de que esto sucediese, impidiendo, con ello, que se pueda distribuir en la región la ayuda humanitaria, vital para cerca de 1,6 millones de personas. El problema humanitario puede ser tremendo de prolongarse la ofensiva. Pero lo cierto es que, tras la decisión de Donald Trump de retirar las unidades especiales allí desplegadas, Turquía tiene las manos libres para operar en la región y poco pueden hacer para resistir el envite las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS). Aunque han excavado túneles, no cuentan con los medios para detener la magnitud y fuerza del avance.

Bien es verdad que dos días antes de iniciarse la operación, la Coalición Internacional contra el Estado Islámico expulsaba a Turquía del mecanismo que le permitía recibir información sobre cuestiones aéreas. Pero el FDS pide más, que se cree una “zona de exclusión aérea” como se hizo en Irak. Sin embargo, las posibilidades de que eso suceda son escasas. EE.UU. se ha limitado a imponer sanciones a Turquía y sin el apoyo militar de Washington es imposible llevar a cabo una tarea semejante. Además, el riesgo que se corre de enfrentarse a un integrante de la OTAN, como es Turquía, hace inviable el área de exclusión. Erdogan, en todo caso, ha hecho oídos sordos a los ruegos. Amparado en esa carta de naturaleza de la “lucha contra el terrorismo”, emulando a EE.UU. o a Israel, está decidido a ratificarse como gran líder sin importarle el coste o el precio. Y las consecuencias no son baladíes. Primero, por el efecto que está teniendo ya en la población civil, padeciendo otro rebrote belicista. Segundo, Erdogan ha amenazado que cualquier paso en falso de la UE puede desencadenar una crisis de refugiados, rompiendo el acuerdo antimigratorio (que tan generosamente Europa sufraga), enviándo a los 3,6 millones de sirios que tiene dentro de sus fronteras. A esto habría que añadir que las milicias kurdas han dejado de combatir a los grupos yihadistas durmientes, pues ahora deben atender la garantía de su población frente a la ofensiva turca y las milicias proturcas.

No solo eso, el FDS custodia a 12.000 yihadistas y a 80.000 mujeres del Estado Islámico (25.000 europeos) en diferentes campos de internamiento con lo más granado de sus unidades de combate. Ante el ataque, han sido destinadas a otros lugares y ya hay inquietud en ellos. Sin embargo, es evidente que la campaña militar de Erdogan pretende cerrar filas, remarcando, así, las inequívocas trazas de sus tendencias autocráticas.

De hecho, los medios de comunicación son favorables a la operación y, desde el Gobierno turco ya han destacado que cualquier noticia que hable de civiles muertos solo es una burda patraña propagada para distorsionar la realidad. Incluso la Fiscalía está investigando a 78 ciudadanos turcos por criticar la ofensiva? entre ellos, a cinco diputados del Partido Democrático de los Pueblos (HDP), prokurdo, el único que se ha opuesto a la intervención, y a varias publicaciones opositoras, como BirGün y Diken.

Por de pronto, a medida que los días han ido pasando y la ofensiva turca ha ido penetrando en Siria, las noticias son más preocupantes por el número de bajas civiles que se están contabilizando, tanto en el lado kurdo como turco, según la Media Luna Roja Kurda. Pero Erdogan solo cuenta los éxitos, señalando que ya han sido destruidos 181 enclaves terroristas. También ha lanzado un llamamiento a los países integrantes de la OTAN, incluido EE.UU., reclamándoles cumplir los acuerdos firmados en la lucha conjunta contra el terrorismo? Tristemente, con ello, Erdogan ha pervertido el espíritu de la OTAN para sus propios fines. Y es evidente que los mismos integrantes del tratado no saben qué hacer porque la operación no responde a una agresión militar exterior, sino que es una operación preventiva en un marco inestable que puede acabar reabriendo las endebles costuras del descosido monumental generado por la guerra civil siria y el Estado Islámico.

Ahora bien, Erdogan ha aprovechado la perfecta ocasión para autorreafirmarse con un brutal proceder ilegal, infame e inhumano. Y es evidente que los kurdos merecen algo mejor que este maltrato histórico al que se les sigue sometiendo, entre la represión, el abandono y la cruel ignominia.

* Doctor en Historia Contemporánea