EL prestigioso historiador e hispanista británico Paul Preston publicará en breve un nuevo ensayo dedicado a la historia política española del siglo XX. El libro lleva por título Un pueblo traicionado y es fruto de un largo proceso de investigación y análisis que no deja en buen lugar a las clases dirigentes españolas. Su extensa investigación llevó al autor a identificar una separación entre los anhelos de una población deseosa de progresar y las actuaciones de unas élites que continuamente bloqueaban ese proceso. Es más, Preston encuentra que la historia contemporánea española está salpicada por los mismos problemas recurrentes: incompetencia en el liderazgo, corrupción y mucha conflictividad.

Parece evidente que los males que acechaban a la política española el siglo pasado no tienen visos de desaparecer. Más bien al contrario. Lo que llevamos de siglo deja bien a las claras que la corrupción y la conflictividad social son fenómenos que, aunque no de patente exclusivamente española, sí caracterizan el panorama político español. No hay más que echar un vistazo somero y aleatorio a los titulares de prensa para caer en la cuenta de que el hilo conductor descrito por Preston tiene fiel reflejo en la actualidad. Así, la sobrerrepresentación de noticias relacionadas con la corrupción y la conflictividad ha supuesto el notorio empeoramiento de la imagen de los políticos ante la opinión pública.

Ahora bien, tras el lamentable espectáculo protagonizado estos últimos meses por algunos actores políticos en el Congreso de los Diputados, ¿puede extrañar a alguien el progresivo y paulatino deterioro de la imagen de los políticos? El último episodio de una legislatura prematuramente truncada apela directamente al tercer elemento denunciado por Preston, la incompetencia en el liderazgo.

La política con mayúsculas solo se justifica si posibilita el establecimiento de unos objetivos a alcanzar como sociedad y nos dota de herramientas que permitan la detección y generación de las alternativas que conducen a esas metas. La política pone esas herramientas a nuestro alcance. Se llaman diálogo y negociación y se tornan indispensables en las complejas sociedades modernas, donde las múltiples estructuras sociales, así como los individuos y los partidos políticos que los representan, proyectan intereses y puntos de vista diferentes, con objetivos y metas divergentes. Toda negociación, y más si cabe la negociación política, requiere de la búsqueda del terreno común, donde todas las partes de la negociación aceptan una merma en sus posiciones iniciales pero entienden que su punto de vista ha sido tenido en consideración.

Hay quien asocia el fracaso de la nonata legislatura española al factor humano, a la incompatibilidad personal del sr. Sánchez y el sr. Iglesias; o del sr. Sánchez y el sr. Rivera. El problema es que históricamente, salvo en contadas y honrosas excepciones, los gobernantes españoles no han estado ni están imbuidos de una cultura negociadora digna de tal nombre. Siempre han entendido la negociación como un mal a evitar, como una derrota antes de empezar. Ahora hemos sido testigos de la intransigencia y la falta de empatía de la que han hecho gala unos y otros, y que nos lleva, incomprensiblemente, a tirar los dados electorales el próximo mes de noviembre.

El liderazgo va inexorablemente unido a la vocación de acuerdo. Mientras muchos analistas políticos ven en la repetición electoral un empacho de encuestas, marketing electoral y táctica, se echan en falta talento y capacidad, cuestiones no menores en una negociación política. Sin duda, hay demasiado spin doctor en la ecuación pero, para negociar, al margen de los excesos, las partes tienen que trabajar, fijar un rumbo no zigzagueante y decidido, sin dar bandazos.

A la aversión a la negociación, hay que añadir otro mal de la política española que amenaza con convertirse en endémico: el cortoplacismo. El regate en corto al que nos han acostumbrado todos los jugadores de la escena madrileña supone que nadie valora lo que está realmente en juego y lo que se ha de salvaguardar. A nadie se le escapa tampoco que vivimos tiempos líquidos, si bien la política líquida tiene su máximo exponente en la política española, en la que casi todo es relativo y la improvisación, las ocurrencias y el oportunismo cínico campan a sus anchas. En las últimas semanas, hemos visto dirigentes políticos cambiando de posición incluso a lo largo del día. Y si las posiciones de hoy caducan mañana, se evapora cualquier posibilidad seria de acuerdo.

Ha pasado más de medio siglo desde que el teórico canadiense Marshall McLuhan acuñara el aforismo “el medio es el mensaje” y vaticinara que la forma de adquirir la información iba a tener mucho mayor protagonismo. En todo caso, lo importante no es el mensaje ni la información en sí misma, sino el titular ingenioso colocado en la red social más visitada, donde las noticias falsas y los rumores sin confirmación se apoderan de la agenda pública. Como dice un rapero, se priorizan las redes sociales sobre las redes neuronales. La construcción del tan traído y llevado “relato” encaja con esta visión, que tiene más de enredo político o telecomedia, que de política con mayúsculas.

Si se olvida fácilmente que las personas dedicadas a la cosa pública han de estar al servicio del bien común, no se recuperará nunca el crédito de la política, presa de la superficialidad y del postureo. Y si contemplamos bajo ese prisma el panorama político español, la historia que cuenta Preston nos resulta muy familiar. Como vascos y vascas, nos toca extraer lecciones de todo lo acontecido en la escena política madrileña y hacer un camino propio. Urge pasar de un modelo de confrontación a otro de cooperación para satisfacer el deseo de progreso y de transformación social de nuestra sociedad, de todo un pueblo. Esa debe ser, aquí y ahora, la característica de nuestra era, y no la crispación y la derrota del oponente.

* Parlamentario de EAJ/PNV