SABEMOS la fórmula. O creemos saberla. Creemos que conocemos el remedio para un mal del que hemos sido protagonistas y responsables de que se produjera. No pensamos en que los recursos fueran finitos, en que estábamos alimentando un monstruo que podía acabar con nosotros. Porque nos gustaba creer que todo era alcanzable y que era una mera cuestión de esfuerzo y perseverancia lo que hacía falta para mejorar nuestro bienestar. Y apostamos nuestra vida en ello. Y creímos firmemente en aquello de que “si quieres, puedes” y lo hicimos; vaya si lo hicimos.

Nos compramos una casa y un coche. Y luego otro coche y una casa mejor. Ya no importaba tanto dónde sino qué representaba para nosotros, qué sueño cumplía, qué habíamos alcanzado. Y corrimos y corrimos de un lado para otro en esos coches; y creímos que mejorando las carreteras y haciendo más aparcamientos todo estaba solucionado. Y seguimos corriendo.

Luego hicimos correr a nuestros hijos y les metimos en la vorágine del éxito, en la carrera del bienestar, de un bienestar que nos tiene angustiados, de una forma de vivir que nos condena a depender de nuestros coches y de nuestras deudas. Y nos mantuvimos en esa huida hacia adelante sin calcular a dónde nos estaba llevando, qué estábamos haciendo que probablemente no éramos capaces de asumir. Pero esta carrera consistía en que nadie, absolutamente nadie, se lo cuestionara. Se trataba de correr, de ganar más dinero, de consumir y de mirar a otro lado. Aunque nos fuera la vida en ello, aunque estuviéramos condenando a nuestros propios hijos a asumirlo.

Y un buen día descubrimos que ya no cabíamos todos con nuestros coches en la ciudad y que la habíamos convertido en un fumadero de CO2 y de micropartículas que respirábamos ansiosamente, descubrimos que nuestras carreras habían acabado con las calles, que nuestra necesidad de aparcar había acabado con las plazas y que habíamos cedido el mejor espacio que teníamos para correr atropelladamente y atropellándonos. Y pensamos en cambiarlo.

Ahí nació la sostenibilidad, que es quizás más una filosofía que un plan, más una llamada a nuestra conciencia que una voluntad decidida. Y ahí empezamos a hablar de aquello de los que hasta entonces solo hablaban los hippies y los ecologistas, a los que nadie daba crédito y todo el mundo tachaba de apocalípticos antisistema. Y nos pusimos a ingeniárnoslas y creímos que dependía de formulaciones magníficas y de soluciones geniales. Y pensamos en electrificar la movilidad, en impulsar el transporte público y en fomentar el uso de la bicicleta con cosas tan formidables como hacer carriles bici o montar sistemas de bicicletas públicas. Y nos dimos cuenta de que no bastaba con eso.

Entonces volvimos la mirada hacia nuestro coche, nuestro querido coche, el que nos había hecho alcanzar el espejismo de la ubicuidad y le miramos con ojos tristes. Los ojos de los que no quieren reconocer que ese amor les está haciendo más daño que las alegrías que le reporta. Y entonces pensamos en que había que renunciar a ese sueño. O por lo menos a parte de él. Y no nos dimos cuenta de que éramos los mismos que habíamos alimentado ese sueño los responsables de despertarnos. Y que estábamos demasiado acostumbrados a soñar o a mirar a otra parte. Y que estábamos demasiado entrampados como para conseguir desembarazarnos alegremente de aquella condena en la que habíamos invertido lo mejor de nuestra vida. Y aceptamos el reto a regañadientes, sin acabar de creérnoslo, pensando que es una pesadilla pasajera y que los buenos tiempos volverán, aunque todo nos indique que no vaya a ser así. Total, nosotros ya hemos vivido lo nuestro y tampoco tenemos las fuerzas ni las ganas para cambiarlo. Y no nos damos cuenta de que, en el fondo, no queremos hacerlo. Nos hemos hecho resistentes, incluso sabiendo que hacemos mal, porque estamos dispuestos a perdonarnos.

Hoy son nuestros hijos los que no quieren correr, los que no quieren esforzarse en mantener ese bienestar, los que no aspiran a tener un coche y una casa como el principal objetivo de su vida, los que quieren vivir. Sin más. Y les acusamos de no querer esforzarse, de no tener ilusiones, de ser excesivamente conformistas, de no tener espíritu de trabajo. Ellos, que aún están vírgenes y que no creen en las mismas cosas que nosotros, pueden ser nuestra salvación. O al menos la suya. Pero ¿cómo les contamos lo que hemos hecho y lo que les hemos dejado y qué tienen que hacer para solucionarlo?

No sé. Igual no tenemos que hacerlo y tenemos que confiar en que ellos solos se den cuenta y tengan las herramientas para conseguirlo. No sé por qué tenemos que ser optimistas visto lo que nosotros, que nos las damos de más conscientes, hemos sido capaces de hacer.

En fin. Renunciar a la hipermovilidad, volver a hacer ciudades, pueblos y barrios vivibles, volver a consumir con moderación, recuperar la proximidad, tomárnoslo con más calma, no estresarnos, no ser tan violentos, tan exigentes, tan tiranos y tan hipócritas es algo que quizás nosotros ya no podamos conseguir porque estamos demasiado acostumbrados a serlo, pero quizás nuestros hijos sí puedan si somos capaces de dejarles y confiar en ellos.

No es cuestión solo de optimización y tecnologización de todo. No se trata de hacer smart cities sino smart citizens. Se trata de estar dispuestos a ser conscientes y después consecuentes. Y eso no se consigue con big data, con algoritmos, no se puede comprar en Amazon y no nos lo traen los Reyes Magos, Santa Claus u Olentzero en forma de bicicleta, patinete o coche eléctrico. * Analista