CADA vez que en Estados Unidos aparece un presidente con el colmillo retorcido, la industria del cine de Hollywood levanta barricadas. Esa podría ser una de las múltiples conclusiones que se pueden extraer del palmarés más inspirador de cuantos llevamos vividos a lo largo del siglo XXI. El Oscar 2019 ya ha pasado a la historia como el de la diversidad, el de las minorías, el de la justicia poética.

Casi un 30% de las personas premiadas eran mujeres. No olvidemos que en la industria yanqui -como en las demás-, la proporción todavía es masivamente masculina. Ganaron muchos profesionales de origen afroamericano y nuevamente el premio al mejor director recayó en manos mexicanas, las mismas que Donald Trump pretende encerrar detrás de un nuevo muro de la vergüenza.

La fiesta comenzó a ritmo de Queen, y Hollywood quiso recuperar la música el día después de que falleciera Stanley Donen, el celebérrimo autor de Cantando bajo la lluvia. Luego todo fue reparto, ninguna película barrió al resto, todas ganaron, y en todo caso, la peor librada fue La favorita. Paradójicamente, la película de Yorgos Lanthimos, el último relevo de Buñuel, el máximo representante del cine europeo en la noche del pasado domingo, hacía honor a su título y era la favorita. Tenía diez nominaciones pero solo ganó una. La menos esperada, porque competía contra Glenn Close, una dama del cine a la que el Oscar le quita lo que a Meryl Streep le regala. Entiéndase bien, Meryl Streep siempre será inmensa. Y entiéndase también que el premio para Olivia Colman, la reina de su película, fue merecido como también lo merecían, y lo podían haber ganado, sus favoritas Rachel Weisz y Emma Stone.

Con el Oscar de Rami Malek, premiado por encima de Willem Dafoe -sobrecogedor su Van Gogh-, Christian Bale y Viggo Mortensen, estar de acuerdo es imposible. Malek nació para imitar a Mercury, al igual que Bohemian rhapsody, la película, se fabricó para reverdecer el negocio revival de Queen. Malek, contratado por los Queen para acompañarles en sus giras tras su paso por la OT americana, lleva toda su vida haciendo ese papel. En consecuencia, no es un actor sino un imitador. Como ocurría con los imitadores de Chaplin, si Mercury viviera es posible que Malek podría ganarle en un concurso de clones; pero de ahí a pasar por encima de Bale, Mortensen y Dafoe, la decisión se antoja torpe y simplona.

En los premios grandes palpitan algunas cuestiones muy oportunas. En tiempos de falsas verdades, mientras la maquinaria de guerra estadounidense agita la frontera de Venezuela, deja Siria a su suerte, no suelta la presa de Irán y amenaza a México cada día; sobre el éxito de Green book, un filme que denuncia el racismo y la homofobia -dos por uno gracias al talento hiperbólico del director de Algo pasa con Mary-, hay mucho que decir. Como, por ejemplo, interrogarse por ese proceso de revelación que transformó al rey del cine escatológico en la reencarnación de Frank Capra. Si Farrelly hubiera hecho hoy lo que hacia en público y en privado hace quince años, estaría en la hoguera.

Pero lo dicho, la Academia del Cine aparece empeñada en conjurar la pesadilla de su mandatario haciendo real el sueño del triunfo de los humildes y desheredados. Ahora bien, no nos pasemos en la dosis de ingenuidad necesaria para soportar lo que estamos tragando.

Por ejemplo que miles de refugiados se agiten y mueran en las fronteras y lluevan los premios y los oropeles para un filme que pone en imágenes el silencio de “las que tienen que servir”, mueve a la incomodidad personal y a la vergüenza política. Roma, para quienes no la han podido ver, recupera la mirada nostálgica del heredero de la casa que evoca el recuerdo, entre sombras y en blanco y negro, de su chacha indígena.

Roma la gran ganadora, brillante dirección para una mirada tal vez demasiado epidérmica, aporta muchas reflexiones, tanto por su contenido como por su trayectoria de producción y exhibición.

Se trata de la primera vez que, al menos en territorio español, un filme triunfante en los Oscar no puede ser visto en las salas de exhibición. Salvo pequeñas iniciativas en Madrid y Barcelona, el resto de ciudades no ha podido acceder a un filme culpable de haber sido producido por una plataforma televisiva. El monopolio de la exhibición da síntomas de decrepitud y, como en tantas otras cosas, provoca una sensación de estupor y arroja al público de sus salas al impedir que puedan ver obras como Roma.

Aunque en el Dolby Theatre de Los Angeles sonó We will rock you, tal vez hubiera sido más ilustrativo de lo que está pasando que sonase el Tiempos nuevos, tiempos salvajes de Los Ilegales. Algo de eso parece definir el ahora y aquí donde hay indicios para pensar que avanzamos hacia atrás en un juego perverso donde, lo dicho al comienzo, el poder agita el fantasma de la violencia mientras los que viven del cine se aferran a hacernos creer que Wakanda nos salvará del desastre algún día. La pregunta es: ¿se lo creen?