HASTA hace poco tiempo, ver a una persona con un carrito por la calle se identificaba con la imagen de la marginalidad, de los sin techo que deambulaban de aquí para allá en ese universo que siempre existió, al menos desde Diógenes en la Grecia clásica. Hoy, por el contrario, el espacio público ha sido ganado por los porteadores de bolsos con ruedas, maletas o artefactos rodantes en los que incorporamos todo tipo de enseres. Desde la compra del supermercado a cualquier bulto que incomode el tránsito normal de las personas. Sin duda, es un buen invento. Un artilugio útil, práctico, polivalente e intergeneracional.
La percepción que tengo de este boom de los carritos de compra la he llegado a situar en paralelo a la no dispensa de bolsas de plástico en los establecimientos comerciales. Que se haya decidido penalizar la utilización del plástico me parece adecuado. Lo que no llego a entender es el cobro disuasorio de las bolsas en los locales comerciales. ¿Qué pasa? ¿Las bolsas cobradas no contaminan y las gratuitas, sí? Soy consciente de que el plástico es un residuo no degradable. Estoy de acuerdo en que es necesario reducir su consumo para mejorar el medio ambiente. Reducir, reciclar y reutilizar. Ese debate es interesante, pero hoy quería abordar otro distinto. La materia que quería traer a colación es la de la nueva sociedad con ruedas a la que nos enfrentamos.
Dirán que soy un exagerado pero la percepción me indica que en cualquier momento corremos el riesgo de ser atropellados. Y no precisamente por un coche sino por una bicicleta, un patinete, un skate o un carro de la compra. Sí, ríanse, pero ya he sido testigo de un choque frontal entre dos carricoches. La culpa, evidentemente, la tuvieron los dos conductores (varones) que circulaban temerariamente por la acera sin percatarse del tráfico existente, de los peatones y los obstáculos. He de decir, claro, que los recaderos siniestrados conducían a lo loco mientras su atención se centraba en las pantallas de sus respectivos teléfonos móviles. Y ya se sabe: los hombres somos incapaces de hacer dos cosas a la vez. Así que la falta de concentración terminó en accidente. Uno de los carros perdió un melón tras el impacto y la fruta de Villaconejos rodó cuesta abajo hasta un cruce en el que un autobús la convirtió en puré. Y, en sentido contrario, asomó la cabeza de la otra bolsa rodante una pescadilla, si bien los principales daños se los llevó una docena de huevos que terminaron estampados contra el pavimento.
La gente va como loca. Ensimismada en la tontería de los smartphones o en las conversaciones de besugos de los grupos de WatshApp. No sé cómo no pasan más cosas. Anteayer, mientras un joven parecía idiotizado por un móvil y su supuesta pareja hablaba, a voz en grito, detrás de él por otro celular, dos retoños rubios, uno en triciclo y otro saltando, vivían -y repito lo de vivían- en un paso de peatones. Correteaban de aquí para allí y de allí para aquí como si la señal horizontal fuera una pintura para jugar al truquemé. Y todo esto mientras, en la calzada, cuatro vehículos esperaban a que se librara el paso. Cuando la conductora del primer vehículo bajó la ventanilla y recriminó a la pareja de jóvenes su falta de civismo y de responsabilidad, ambos se miraron extrañados, sin saber a qué venía el reproche. Y siguieron adelante. Como dos idiotas abducidos por una maquinita maléfica.
Si en la niñez se me hubiera ocurrido pasar la carretera a mi bola, mi madre me habría dado tal kokoteko que no hubiera soltado su mano ni aunque me diera un calambrazo. Ahora ese orden y disciplina no se lleva. Primero se pasa al perrito, luego el dueño del can transita en cansino caminar y unos pasos por detrás van los menores de forma autónoma.
Los carrocompras no son el único peligro que nos acecha. Los patinetes eléctricos -que no meten ruido- te pueden estampar sin que los veas venir. Y las sillas de ruedas de última generación pueden pasarte por encima en un pis-pas. Tengo una joven vecina con una enfermedad degenerativa que baja la cuesta (la misma por donde cayó el melón) como Rossi adelantando a Márquez. A toda leche. Y sin carné ni seguro obligatorio. Rodar y rodar. Ese debe ser nuestro destino.
En el plano político, la prisa por ganar notoriedad -aunque sea a mamporros- ha convertido el juego democrático en un delirio de golpes de efecto. No se busca correr o avanzar rápidamente. Se intenta, de forma directa, atropellar al oponente.
En ese flujo irrefrenable por destruirlo todo, sin oportunidad para el diálogo constructivo, hasta las justas reivindicaciones de las víctimas del franquismo han sido objeto de insólitas críticas de los nuevos dirigentes de la derecha española. Esa derecha que, lejos de modernizarse y homologarse a las existentes en las democracias occidentales, parece escorarse hacia el extremo hasta el punto de hacernos creer que, en comparación con la nueva clase dirigente del PP, Rajoy era un hombre liberal y moderado.
Pablo Casado es el exponente fiel de ese nuevo Partido Popular beligerante y altivo que sin conexión generacional con el posfranquismo no tiene escrúpulos a la hora de propiciar un revisionismo histórico de la dictadura. Ni escrúpulos ni vergüenza de reconocer errores como los de confundir -por dos veces- a Antonio Maura con Niceto Alcalá Zamora.
Los populares, junto a sus primos de Rivera, han impedido el consenso democrático en el Congreso a la hora de sacar a la momia de Franco del mausoleo en el que se enterró por expresa decisión del emérito Juan Carlos I. Porque fue el Borbón, no lo olvidemos, quien como fiel sucesor del “generalísimo”, determinó su relevante e ignominiosa sepultura. “Vamos a no consentir que se muerda el anzuelo de debatir sobre qué pasado hay que desenterrar”, había asegurado el presidente popular mientras anunciaba su intención de derogar “la sectaria reescritura de la historia -Ley de Memoria Histórica- que arroja paladas de rencor sobre la sociedad española”. “¿Paladas de rencor?” ¡Qué barbaridad!
Los líderes de la derecha española deberían mirarse en Macron en las actuales circunstancias porque mientras PP y C’s escurrían el bulto vergonzosamente en el Parlamento español, en París, el presidente francés, en un gesto extraordinario, reconocía oficialmente que Francia instituyó “un sistema” legal que incluía la práctica de actos de “tortura” durante la guerra de Argelia (1954-62) al tiempo que pedía perdón a la viuda de un militante comunista asesinado por militares franceses en su lucha por la independencia del país magrebí. Con su reconocimiento culposo, Macron allana el camino a una reconciliación histórica del país galo en relación a Argelia; la colonia que se independizó en 1962 y en cuyo conflicto murieron más de medio millón de personas.
Resulta vergonzoso que la actividad política del Estado se someta a la pugna provocada por quienes compiten por el voto extremo. Estresando a todo el mundo alrededor de expedientes académicos, tesis, másteres y privilegios universitarios. Devaluando la educación y los esfuerzos notables que docentes y alumnos se ven obligados a realizar en sus correspondientes itinerarios.
La política española continúa infectada del virus de la intolerancia. La búsqueda del bien común es una quimera inexistente y solo se prodiga el discurso de la confrontación como elemento de desgaste del adversario. Arengas de combate que presagian una contienda electoral próxima en la que la búsqueda del voto se ha convertido en una abyecta campaña en la que lo importante no es posibilitar acuerdos sino todo lo contrario; debilitar al rival. Y mientras los problemas se agudizan, la búsqueda del diálogo se sustituye por el dogmatismo o la esclerosis de las ideas.
Todo es susceptible de alimentar la dinámica de la crispación. Reproches cruzados, falsedades, libelos... nos hacen asistir a un espectáculo bochornoso en el que la derecha combativa nos hace temer que si el gobierno de Sánchez fracasa (su debilidad y falta de coherencia en muchos casos le hace acreedor a esa hipótesis), la alternativa que pueda sustituirle impondrá un horizonte negro de verdad. Volvemos a la tesis reiterada de guatemala o guatepeor.
En esa disyuntiva, no tengo duda; la estabilidad del actual ejecutivo. Con Sánchez fuera de La Moncloa, las esperanzas e hipótesis de cambio, y remarco lo de “esperanzas” (Catalunya, política penitenciaria, cumplimiento estatutario, reformas democráticas?), se desvanecerían ciertamente. Y la derecha, a buen seguro, pretendería arrollarnos. Peligro, riesgo de atropello.